Freud: Introducción al psicoanálisis
elianaruiz929 de Marzo de 2014
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CINCO CONFERENCIA
I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver nota) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer, aplicó por primera vez ese procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada, desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza, una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y, por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella. Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable. Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave. Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ' que en la época de su enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver
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