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Pies desnudos para recorrer la sagrada Escritura

oscarosbTrabajo23 de Mayo de 2016

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Pies desnudos para recorrer la sagrada Escritura

        

Konrad Schaefer, O.S.B.

Introducción

El intérprete que intenta recorrer la sagrada Escritura como científico y que pone la teología en un segundo plano, es como un topo que recorre el jardín, pero bajo tierra. Comparado con otros animales que arriba pisan la tierra, él vive abajo, adentro; es limitado en cuanto a su percepción. Comulga con las raíces de la flora. Pero, periódicamente hace su montecito, luego sale, respira y mira con su corta vista al jardín desde una nueva óptica. La analogía, aplicada a la empresa de la sacra Palabra, invita al intérprete a ampliar la óptica del estudio con la oración.

        La presente exposición sobre la interpretación del texto bíblico pretende complementar otras exposiciones de exégesis. Propongo la analogía de la música y su ejecución para ilustrar las “dos naturalezas” de la sagrada Escritura. En su esencia la música es lenguaje incorporado en una realidad física; sin embargo, un análisis de la acústica, las resonancias e intervalos, la vibración de las cuerdas o la percusión, incluyendo un conocimiento de la teoría e historia de la música no alcanzan a dar la exégesis de una composición. La música es la partitura, y es más. La teoría y el estudio de musicología no captan su naturaleza espiritual. Lo que la música significa no se puede reducir a una explicación formal, sin perder algo de su esencia. Para comunicarla, hay que tocarla, ejecutarla, interpretarla. La música, como la Palabra de Dios, tiene dos naturalezas[1].

        Comienzo con una reflexión sobre el misterio de la Palabra de Dios en lenguaje humano. Anoto algunas limitaciones del método histórico-crítico que requiere complementarse con la oración y señalo una precaución al respecto, siempre en vista de que la palabra escrita, objeto de estudio, es un puente para estar en comunicación con Dios, por lo cual es menester una actitud de veneración o “temor” ante ella. He apreciado algunos teólogos que han comentado, al menos de pasada, la relación entre la lectura o interpretación de la Biblia y la oración. Me he dejado inspirar por el mismo texto bíblico, algunos autores patrísticos y, en lo contemporáneo, la Constitución conciliar Dei Verbum y algunos escritos selectos de Henri de Lubac, Paul Beauchamp y Josef Ratzinger. No pretendo pasar más allá del umbral del Misterio de que se nutre la vida teologal, vida oculta a los ojos del mundo, a la cual no es permitido acercarse con pies calzados (cf. Ex 3,5) ni es lícito tocar con mano profana (recuerda la suerte de Uzá en plan de subir el arca a Jerusalén, 2 Sm 6,6-7). No obstante, ojalá la reflexión pueda por su misma insuficiencia así como por su torpeza, mover a la reflexión a algún amigo de la Palabra de Dios en lenguaje humano. Más allá de todo discurso meramente humano, ojalá pueda llevar al intérprete a ahondar su amistad con el divino Interlocutor que pronuncia la Palabra hecha carne[2].

Doble misterio: la Palabra divina y humana

La sagrada Escritura tiene una esencia de palabra humana y divina a la vez. En su composición la Palabra eterna de Dios se encarna en lenguaje humano[3], por lo cual la tarea del intérprete bíblico no es más que la de una persona que obra en la fe[4]. Sin la valoración del texto como Palabra de Dios, el intérprete corre el riesgo de que su aplicación e interpretación no sean válidas, que se reduzcan a conclusiones de índole literal o fundamentalista. Por otro lado, sin el aprecio del texto como palabra humana, corremos el riesgo de que nuestra oración no tenga suficiente fundamento o la vida teologal no eche raíces en el suelo de nuestra encarnación.

        San Agustín completa la cita del concilio, “Dios habla en la sagrada Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano”[5], con la frase: “Y nos busca también con ese modo de hablar”. Dei Verbum continúa: “Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, ‘para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita’. La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres”[6]. Se ve una analogía entre la unión de las dos naturalezas en Cristo por une parte, y la sagrada Escritura por otra. La recibimos como una sola Palabra en cuanto sus palabras indudablemente humanas son además perfectamente divinas por el soplo del Espíritu que las inspiró. Así la Escritura es verdaderamente divina y humana, reconocida como en dos naturalezas inconfundibles, inalterables, indivisibles e inseparables, con la distinción de cada naturaleza no confundida a causa de su unión, sino más bien la propiedad de cada naturaleza conservada y ambas coincidiendo en una única Verdad revelada de Dios[7].

        En cuanto a la interpretación, se da por cierto que la exégesis debe ser crítica. A lo largo de un esmerado estudio del texto sagrado, se cuestiona hasta qué grado la interpretación puede o debe “ser teológica, explícitamente abierta a las instancias de la fe en la conciencia de la propia función eclesial”[8], abierta a las intuiciones de la oración. Si se acepta la Escritura en su verdad de libro inspirado, sería una contradicción limitarla a un análisis sólo histórico, antropológico, sociológico, lingüístico, literario, estructural. Más bien, al abarcar los resultados de las herramientas del estudio crítico, el método se topa con su propia limitación y se llega a descubrir su sentido teológico. Además del sentido literal de las palabras, es el impulso teologal que se busca y se presenta como criterio para todo oyente que entabla una amistad con la Palabra.

        Esto no implica caer en una actitud piadosa o fundamentalista, ni siquiera implica contentarse con una lectura ingenua y pre-científica del texto. Algunos avances de la metodología histórico-crítica ya han llegado a ser patrimonio común de los comentarios; en particular la conciencia del complejo proceso de formación de que los escritos bíblicos es el resultado[9]. Sin embargo, la verdad del texto no se limita a las interpretaciones literales o científicas que sitúan los textos dentro de una determinada cronología, explicándolos por medio de la historia de los pueblos y la lingüística de un trasfondo hipotético del Antiguo o el Nuevo Testamento, pero que en sí no conocen bastante, a nivel de fe y experiencia, al Mesías. Los dos acercamientos se entrelazan y forman una unidad de conocimiento.

        La exageración en el método histórico-crítico y la negligencia en complementar la exégesis con la oración, suscitan un peligro para la fe, y muchos tratados “históricos” de Jesús elaborados por la exégesis resultan poco adecuados[10]. Reflexionando sobre los esfuerzos de investigar al Jesús histórico, Ratzinger comenta que la investigación exegética y el llevar la identificación de las tradiciones a conclusiones dignas de crédito entromete a los intérpretes en una discusión inacabable de la historia de las tradiciones y redacciones[11]. Lo que el proceso espera es el aterrizaje en la teología, en el campo pastoral y en la oración. En la analogía de las dos naturalezas, ambas no se excluyen mutuamente y en su unión reside la riqueza de la sagrada Escritura. Dada su naturaleza de Palabra de Dios en lenguaje humano, no conviene perder de vista la conjunción copulativa  “y” ni en el estudio ni en la oración.

        Los trabajos de la exégesis crítica, por una parte, y la tradición de los padres y doctores de la Iglesia, por otra, son algunos medios de los cuales la Iglesia se sirve para profundizar en el conocimiento de las Escrituras. Por lo indispensable que es, la metodología crítica no posee por sí misma todos los resortes para comprender el sagrado texto. Si nos conformamos con todo lo que la metodología crítica nos surte, nos quedamos en la periferia. Sería análogo a entrar en una fonda, leer la carta, comer un plato fuerte entre tantos y pagar la cuenta. Más allá de lo listado, el Espíritu Santo evoca la interioridad y por consiguiente la suavidad de la acción divina sobre los autores y los oyentes de la Escritura. Una insistencia exagerada en una metodología crítica al abordar el sagrado texto corre el riesgo de dejar al lector con hambre, o bien en la misma condición de los discípulos frente a las apariciones pascuales de Jesús. Ellos lo ven pero no lo reconocen (cf. Lc 24,16; Jn 20,14; 21,4).

        Marín Heredia nos exhorta a “abordar la Biblia, no como locución o cosa sobre que ejercer dominio, sino como alocución, como palabra que, por ser vehículo de comunicación en el encuentro interpersonal, alcanza su pleno sentido en el diálogo”. El diálogo presupone un grado de confianza y de buena gana para hablar y escuchar a alguien. En la Biblia, Dios se expresa por medio de seres humanos y en lenguaje humano[12]. El diálogo se sirve de un lenguaje común para descubrir la intención del interlocutor. Dei Verbum recalca: “Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios”[13]. La siguiente observación en Dei Verbum amplía el horizonte y ayuda a conseguir este objetivo: “La sagrada Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita: por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe”[14]. Para lograr este tan alto objetivo, al intérprete le hace falta confesar la doble naturaleza del texto para apreciarlo en su complejidad. “Porque, así como a uno que se desvive por los demás no lo puede entender aquél para quien los demás no existen, así también el misterio de la Biblia no se puede percibir desde fuera de la fe, sino desde su interior”[15].

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