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El Mosaiquito Verde


Enviado por   •  14 de Noviembre de 2014  •  3.204 Palabras (13 Páginas)  •  294 Visitas

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El Mosaiquito Verde

Gustavo Diaz Solis

I

Tarde gris de octubre. Ráfagas de aire frío arrastran por la calle papeles arrugados y hojas amarillas, haciendo un ruido menudo y seco que va rasguñando el pavimento. Mujeres que caminan cabizbajas y presurosas afánanse por alisar la falda asustadiza que se esconde entre las piernas. Más allá de los tejados de rojo mortecino, más allá de las cúpulas adustas, extiéndense dormidos montes verdinegros, lejanías zarcas que cubre lenta neblina. Raudo corre el viento arremolinando el polvo. Tarde gris de octubre.

Calle abajo patinaba Enrique. Ruidos subterráneos parecían despertar a su paso. Patinaba despacio. La ausencia de preocupaciones reflejábase en su rostro que ya comenzaba a perder las suaves redondeces de la niñez. Revuelto el pelo ensortijado, firmes las piernas, toscas las manos de colegial, duro el cuerpo por el pelear frecuente.

Enrique pensaba muchas cosas sin pensar en nada. Era octubre y octubre significaba poco estudiar. ¡Los exámenes estaban tan lejos! Y ya eran recuerdos los sustos de julio. Aquellos exámenes no habían sido tan difíciles como dijo serían el bachiller Monzón. Todos los años era igual. "Estudien, estudien mucho, porque este año sí es verdad que van a estar fuertes los exámenes." ¡Ah, ese bachiller Monzón sí que gustaba asustarlos! Pero después, todo era lo mismo. ¿Y ahora? Ahora era octubre. Mes sin libros. Mes de viento frío, cortante, que hace llorar los ojos.

Y el viento pasa llevándose la tarde gris. La noche se va metiendo sigilosamente en la ciudad. De puntillas sobre el algodón de la niebla que ya cubrió los montes zarcos.

Enrique paró en la esquina. Frente a él estaba la pequeña plaza, con sus árboles enhiestos, su estatua procera en el medio y sus faroles grandes iluminando las esquinas. Enrique escudriñó la plazuela. Buscó a sus compañeros de juego. Pero ninguno estaba allí. Volvió la cara con un gesto de fastidio hacia la calle que aparecía a su izquierda y tornó a patinar. Casi no hacía esfuerzos por patinar. Tanto patinaba que ya era acción inconsciente. Simple hábito. Igual que caminar.

Pero, he aquí que pasando frente a una casa verdosa situada casi al llegar a la otra esquina, notó que en una de las ventanas una muchacha leía en un libro. ¿Quién era aquella muchacha? Él no recordaba haberla visto antes. ¿O sí la había visto? Quizás sería nueva en el barrio. Quizá no. Pero la verdad era que le había gustado. ¡Ah, por fin le gustaba una muchacha! Era una emoción inesperada.

¿Qué era eso de tener una muchacha? Recordó que en el colegio, los internos —casi todos— tenían en sus cuartos retratos de mujeres. Y ellos decían: "Es mi muchacha". ¡Una muchacha de uno! Una muchacha de uno es la que le da a uno su retrato y le pone el nombre abajo.

Pero, ¿qué hacía él parado en esa esquina? Ya era noche. Tendría que irse. A su padre no le gustaba que él llegara cuando ya estaban sentados a la mesa. No lograba resolver nada. Los amigos siempre decían cuando les gustaba una muchacha: "Me le voy a parar en la ventana". ¿Pero, qué diría él si se paraba en la ventana?

Tornó a patinar, ahora calle arriba. Sentía un frío extraño y grasiento en las manos. Dentro del pecho el corazón le rebotaba como una pelota de goma.

Ya estaba frente a la ventana. La niña, sorprendida por tan inesperado visitante, apartóse instintivamente de los balaustres. Pero Enrique, aplacándose el pelo revuelto y pasándose la mano por la cara que sentía caliente y roja, la atajó:

—Señorita, este... dispénseme, pero ¿usted no sabe, por casualidad, dónde vive la familia... Rodríguez ?...

La niña contrajo las cejas fingiendo interés.

—¿Rodríguez? ¿Familia Rodríguez? No, no sé...

—Sí, Rodríguez, ¡caramba!, me dijeron que era por aquí.

—¿Sí? —contestó la niña, ya definitivamente extrañada por tan absurdas palabras.

La situación era realmente angustiosa. Enrique pudo notar que ya la niña parecía impacientarse. Pero él permanecía aferrado a los balaustres de la ventana, mirando a uno y otro extremo de la calle. No encontraba qué decir. Pensamientos cruzaban por su mente y él los iba atrapando para dejarlos ir inmediatamente sin atreverse a expresarlos. Apenas de sus labios se escapaba una musitación involuntaria:

—Uhmm... ¡caramba! ¡Rodríguez! ¡Qué broma!

Pero ya él estaba allí y había que continuar. Además ya su corazón no rebotaba como una pelota de goma dentro del pecho. Y las manos las tenía ahora tibias.

A todas estas la muchacha le miraba y remiraba pareciendo encontrar placer en ello.

Enrique habló:

—Bueno, señorita, dispénseme. Usted sabe: yo soy Enrique Rojas. Yo estudio, ¿sabe? Y usted, ¿no estudia?

La niña comenzó a interesarse por el muchacho audaz, de pelo revuelto y ojos llenos de picardía.

Respondió, procurando parecer indiferente:

—Sí, yo también estudio...

—¡Ah, estudia! En el colegio de las monjas, ¿verdad?

¡Y por qué había de ser en el colegio de las monjas! Él pasaba siempre por el colegio de las monjas y allí había muchachas bonitas. Pero:

—No, casa de las monjas no. Yo estoy aquí mismo, donde la señorita Padilla.

—Ah, sí, la señorita Padilla. ¿Es por aquí mismo, verdad?

—Sí, aquí mismo, al voltear la cuadra —explicó la muchacha acercando la cara a los barrotes y sacando una mano como para indicarle dónde era.

—Y ¿es fastidiosa la señorita Padilla? —inquirió Enrique.

—¡Fastidiosa! —respondió la niña visiblemente incomodada.

Enrique sintió la angustia de haber dicho una tremenda indiscreción. ¡Cómo se había atrevido a decir que la señorita Padilla era fastidiosa! ¿Sería como la señorita Rosa Elena, la que le dio clases en tercer grado?

—No —prosiguió la muchacha—, ella es muy buena...

—Yo no tengo maestras desde tercer grado —dijo Enrique orgullosamente—. Ahora tenemos un bachiller. ¿Usted no conoce

...

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