UNION DE HECHO
Manuelortiz8 de Mayo de 2014
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I. INTRODUCCIÓN
El principio de amparo a las uniones de hecho, recogido inicialmente en el artículo 9 de la Constitución de 1979 y contemplado actualmente en el artículo 5 de la Constitución de 1993, sustenta la regla de que la unión voluntariamente realizada y mantenida por un varón y una mujer, sin impedimento matrimonial, produce determinados efectos –personales y patrimoniales– reconocidos en la ley y que son similares a los del matrimonio. La tesis de la apariencia al estado matrimonial, que sigue nuestro ordenamiento jurídico, está admitida en el artículo 326 del Código Civil cuando señala que con la unión de hecho se persigue “alcanzar finalidades y cumplir deberes semejantes a los del matrimonio”. Se comprueba, por lo tanto, que no hemos adoptado en el Perú la teoría de la equiparación al estado matrimonial, según la cual la unión de hecho produce los mismo efectos que el matrimonio.
La tesis de la apariencia al estado matrimonial no trata de amparar directamente la unión de hecho, si no de elevarla a la categoría matrimonia cuando asume similares condiciones exteriores, esto es, cuando puede hablarse de un estado aparente de matrimonio, por su estabilidad y singularidad.
Con ello, no se aprueba ni fomenta la unión de hecho; pero, tampoco, se cierran los ojos ante hechos sociales muy generalizados, que hay que procurar causen los menores daños posibles.
Surgiendo de la unión de hecho una familia, esta merece la protección que confiere el ordenamiento jurídico a la institución; sin desconocer que debe promoverse al matrimonio como su base de constitución.
Siendo así, la regulación jurídica de la unión de hecho debe tener por objeto imponerle mayores cargas legales, haciéndolo menos atractivo; lo que virtualmente fomentará el matrimonio. Por lo tanto, se justifica que excepcionalmente se reconozca a la unión de hecho como productora de determinados y exclusivos efectos personales y patrimoniales.
II. LOS ELEMENTOS INTEGRANTES DE LA UNIÓN DE HECHO
El rasgo que, decididamente, distingue una unión de hecho de una mera relación circunstancial es la cohabitación. Si los convivientes carecen de un domicilio común, no es posible sostener la existencia de una unión de hecho para los diversos efectos que esta puede invocarse en el ámbito jurídico. En concordancia con lo expuesto, la norma constitucional señala que los convivientes “forman un hogar de hecho”. Esta cohabitación implica, por lo tanto, la comunidad de vida; la que conlleva la comunidad de lecho.
Por lo tanto, la unión de hecho consiste en una comunidad de lecho, de habitación y de vida; la que debe ser susceptible de público conocimiento. Si no fuera notoria, mal podría hablarse de una apariencia al estado matrimonial y la carencia de este requisito incidirá en el plano de los efectos que interesan a terceros.
Otro de los elementos constitutivos de la unión de hecho es la singularidad. Este concepto implica que la totalidad de los elementos que constituyen la unión de hecho debe darse solamente entre dos sujetos: un hombre y una mujer; singularidad que no se destruye, si uno de los convivientes mantiene una relación sexual esporádica. Esta última cuestión es así, por la nota de permanencia que también reviste la unión de hecho, la que no puede ser momentánea, ni accidental; lo que se evidencia cuando en el texto constitucional se declara “la unión estable”.
Sobre la permanencia, cabe preguntarse: ¿qué tiempo da a la unión de hecho “carácter de estable? No cabe duda que es necesario establecer, como pauta objetiva, un plazo mínimo; aunque adaptado a los diversos conflictos de tiempo que a la unión de hecho se pueden vincular. Por eso, en el texto constitucional actual, a diferencia del derogado, no se hace referencia alguna a la fijación de un tiempo; lo que corresponde efectuar al legislador de acuerdo a cada circunstancia. Así, por ejemplo, para los efectos patrimoniales que resultan de la aplicación de las disposiciones del régimen de sociedad de gananciales a la comunidad de bienes que origina la unión de hecho, la ley exige el transcurso mínimo de dos años continuos (artículo 326 del Código Civil); para efectos de reclamar la filiación extramatrimonial, tiene que haber habido unión de hecho durante los primeros ciento veintiún días de los trescientos que precedieron al nacimiento del hijo extramatrimonial (artículo 402, inciso 3, del Código Civil); para efectos de conservar la vocación hereditaria del cónyuge supérstite en el caso del matrimonio in extremis; así mismo, tiene que haber habido unión de hecho desde antes de los treinta días siguientes a la celebración de ese matrimonio (artículo 826 del Código Civil).
El último requisito exigido es la ausencia de impedimentos matrimoniales en los sujetos que componen la unión de hecho. Así lo exije el texto constitucional cuando precisa que el varón y la mujer deben ser “libres de impedimento matrimonial”. Esta situación ha determinado que se distinga entre unión de hecho propia, aquella en la que no media impedimento matrimonial entre la pareja, y unión de hecho impropia, aquella en la que existe impedimento matrimonial; cuestión que es aludida expresamente en el artículo 326 del Código Civil, que regula los efectos patrimoniales de la unión de hecho entre los convivientes: “Tratándose de la unión de hecho que no reúna las condiciones señaladas en este artículo, el interesado tiene expedita, en su caso, la acción de enriquecimiento indebido”.
Sin embargo, este último requisito no debe ser apreciado como indispensable para todos los casos. Frente a los hechos mismos, de los cuales se hacen derivar consecuencias jurídicas, no cabe hacer incidir los impedimentos que están destinados a evitar el surgimiento de un estado de familia, cuya trascendencia no puede ser equiparada a las consecuencias que se siguen de determinados hechos. Y es que los efectos jurídicos provenientes o vinculados a la unión de hecho, se producen igualmente haya o no tales impedimentos, los que quedan determinados por las circunstancias fácticas que rodean al hecho que nos ocupa, y entre las cuales figura la vida en común de la pareja. Es por esto que el legislador puede establecer ciertas excepciones –a la regla constitucional– expresas cuando medien impedimentos matrimoniales; como ocurre, por ejemplo, cuando se define el concubinato para efectos de la reclamación de la paternidad extramatrimonial, en el que es intrascendente la existencia o no de impedimentos matrimoniales entre el hombre y la mujer que la conforman (artículo 402, inciso 3 del Código Civil); o, cuando se considera la comunidad de vida para mantener irrepetibles los alimentos ya abonados (artículo 1275 del Código Civil).
III. EL ESTADO APARENTE DE FAMILIA FRENTE A TERCEROS
Como se sabe, el estado de familia deriva del emplazamiento de un sujeto en una familia determinada. Se trata de un emplazamiento basado en la existencia del título de estado. Sin embargo, es posible advertir la existencia de un estado aparente de familia: en el caso de la posesión de un estado determinado de familia que se da en los hechos. En este supuesto, se incluye el caso de la unión de hecho.
La significación jurídica de la apariencia de estado matrimonial que la unión de hecho implica, es una manifestación específica de la trascendencia que se reconoce, en ciertas circunstancias, y sobre determinados presupuestos, al derecho aparente.
Más allá de la validez de un acto, en razón de la presencia de los elementos que deben integrarlo, se encuentra un campo en el que los actos de los hombres pueden alcanzar validez jurídica, aun no habiendo reunido dichos elementos, en virtud de la apariencia que presentan, y que llevan a suponer, en términos de buena fe, que los elementos y requisitos indispensables al acto se hallaban reunidos. De ese modo se desarrolla la noción de derecho aparente.
Se cita en los orígenes romanos de esta noción la historia, contada por Ulpiano, de un esclavo, Barbarius Philipus, que no solo se hizo pasar por ciudadano libre, sino que –por el error de los demás– llegó a ser elegido pretor y como tal, emitió decretos e intervino en distintas actuaciones oficiales. Al descubrirse el error, se planteó la duda de si debían anularse todos los actos en que aquel había intervenido; pero, por la seguridad jurídica, la opinión prevaleciente fue la de mantener la validez de tales actuaciones. Así, se formuló la máxima que “el error común hace derecho” (error comunis facti ius; Digesto, Libro 1, Título 14, Ley 3); que fuera hallada por los glosadores.
De ese modo, tras una larga evolución, se ha perfilado esta teoría de la apariencia, en virtud de la cual, cuando existe de buena fe la creencia en la existencia de un derecho o una situación jurídica, se reconocen efectos como si ese derecho existiera, o fuera cierta la situación jurídica aparente. El hecho es que en el Derecho moderno, se ha extendido profusamente a la utilización de la apariencia en interés del tráfico jurídico del rigor y de la certeza de los derechos, lo que confiere al ordenamiento un dinamismo del que antes carecía.
La apariencia implica un error que debe haber sido común. Desde luego, no cabe exigir que todo el mundo se hubiera engañado efectivamente: basta con que cada cual se hubiera podido engañar, siendo imposible o en todo caso muy difícil, no engañarse, dada la situación
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