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VIGIALAR Y CASTIGAR

JuniorRogelio26 de Agosto de 2014

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I. SUPLICIO

1. EL CUERPO DE LOS CONDENADOS

He aquí, pues un suplicio y un empleo de tiempo. Menos de un siglo los separa. Es la época en la que fue redistribuida en Europa y en los Estados Unidos, toda la economía del castigo. Por lo que toca a la justicia penal una nueva era, entre tantas modificaciones, señalare una. La desaparición de los suplicios. Tenemos un hecho; en cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombre, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal. El castigo ha dejado poco a poco de ser teatro. Y todo lo que podía tener de espectáculo se encontrara en adelante marcado con un índice negativo. A partir de este momento, el escándalo y la luz se repartirán de modo distinto, dado que es la propia condena la que supone que maraca al delincuente con un signo negativo y univoco, por lo tanto los debates y las sentencias, pero la ejecución misma es como una vergüenza suplementaria, que la justicia se avergüenza de imponerle al condenado, que se mantiene, pues a distancia, y tiene siempre ser confiada a otros y bajo secreto. Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar. La ejecución de la pena pasa a convertirse, en un sector autónomo, un mecanismo administrativo del cual la justicia se desentiende, liberándose así de su sorda desazón por un escamoteo burocrático de la pena. Lo esencial de la pena que nosotros, los jueces infligimos, no crean ustedes que consiste en castigar; trata de corregir, reformar, curar una técnica del mejoramiento rechaza en la pena, la estricta expiación del mal y libera a los magistrados de la fea misión de castigar. Se dirá que la prisión, la reclusión, los trabajos forzados, el presidio, la interdicción de residencia, la deportación –que han ocupado un lugar tan importante en los sistemas penales modernos- son realmente penas “físicas” que, a diferencia de la multa, recaen y directamente sobre el cuerpo. Pero en ellas la relación castigo-cuerpo no es idéntica a la que había en los suplicios. El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario y, si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada a la vez como un derecho y un bien. La reducción de estas “mil muertes” a la estricta ejecución capital define toda una nueva moral propia del acto de castigar. Desaparee, pues, en los comienzos del siglo XIX, el gran espectáculo de la pena física, se disimula el cuerpo suplicando y se excluye del castigo el aparato teatral del sufrimiento. Se entra en la era de la sobriedad punitiva. Pero basta mencionar tantas precauciones para comprender que la muerte penal sigue siendo en su fondo, todavía hoy, un espectáculo, que es necesario, precisamente, prohibir. En cuanto a la acción sobre el cuerpo, tampoco se suprime por completo a mediados del siglo XIX. Sin duda, la pena ha dejado de estar centrada en el suplicio como técnica de sufrimiento para pasar a tener por objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho. Pero castigos como los trabajos forzados o incluso la prisión – mera privación de libertad- no han funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne realmente en el cuerpo mismo: racionamiento alimentario, privación sexual, golpes, celda. ¿Consecuencia no perseguida, pero inevitable, del encierro? Mably ha formulado el principio, de una vez para siempre: “Que el castigo, si se me permite hablar así, caiga sobre el alma más que sobre el cuerpo”. La definición de las infracciones, la jerarquía de su gravedad, los márgenes de indulgencia, lo que se toleraba de hecho y lo que estaba legalmente permitido, todo esto se ha modificado ampliamente desde hace 200 años; muchos delitos han dejado de serlo por estar vinculados a determinado ejercicio de la autoridad religiosa o a un tipo de vida económica: la división entre lo permitido y lo prohibido ha conservado, de un siglo a otro, cierta constancia, el objeto “crimen”. Aquello sobre lo que se ejerce la practica penal, ha sido profundamente modificado. Todo un conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referente al individuo delincuente se ha alojado en el armazón del juicio penal. El código francés de 1810, no se planteaba hasta el final del artículo 64 que dice que no hay ningún crimen ni delito si el infractor se hallaba en estado de demencia en el momento del acto.

No solo el examen del delincuente sospechoso de demencia, sino los efectos mismos, de tal examen debían ser externos y anteriores a la sentencia. Han admitido que se podría ser culpable y loco (tanto menos culpable cuanto un poco más loco) culpable indudablemente pero para encerrarlo y cuidarlo que para castigarlo; culpable peligroso ya que se hallaba manifiestamente enfermo. La reforma de 1832 que introducía las circunstancias atenuantes, pero permitía modular la sentencia de acuerdo con los grados supuestos de una enfermedad o a las formas de una semi-locura. El juez de nuestros días hace algo muy distinto que “juzgar”.

Y no es el único que juzga. A lo largo del procedimiento penal, y de la ejecución de la pena, bulle toda una serie de instancias añejas. En torno del juicio principal se han multiplicado justicias menores y jueces paralelos expertos psiquiatras y expertos sicólogos, manifestados de la aplicación de las penas, educadores y funcionarios de la administración penitenciaria se reparten el poder legal de castigar. ¿El papel del psiquiatra en materia penal? No experto en responsabilidad sino consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es “peligroso”. De qué manera protegerse de él, como intervenir para modificarlo y si es preferible tratar de reprimir o de curar.

Resumamos: desde que funciona el nuevo sistema penal un proceso global ha conducido a los jueces a juzgar otra cosa que los delitos. La operación penal entera se ha llenado de elementos y personajes extrajurídicos. Si incorpora tantos elementos extrajurídicos, no es para poderlos calificar jurídicamente e integrarlos poco a poco al estricto poder de castigar; es, por el contrario, para poder hacerlos funcionar en el interior de la operación penal como elementos no jurídicos, para evitar que esta operación sea simplemente un castigo legal, para disculpar al juez de ser pura y simplemente el que castiga: “ naturalmente damos un veredicto; pero aunque haya sido este provocado por un delito, para nosotros funciona como una manera de tratar a un criminal: castigamos, pero es como si dirigiéramos que queremos obtener una curación”.

En primer lugar, de la ilusión de que la penalidad es arte todo (ya que no exclusivamente) una manera de reprimir los delitos y que, este papel, de acuerdo con las formas sociales con los sistemas políticos o las creencias, puede ser severo o indulgente, dirigida a la expiación o encaminada a obtener una reparación, a la persecución de los individuos. Demostrar que las medidas punitivas no son simplemente mecanismo “negativos” que permiten reprimir, impedir, excluir, suprimir si no están ligadas a toda una serie de efectos positivos y útiles a los que tienen por misión sostener. En una economía servil los mecanismos punitivos tendrían el cometido de aportar una mano de obra suplementaria y de constituir una esclavitud “civil” al lado de la que mantienen las guerras o el comercio. Pero el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político. Este cerco político del cuerpo va unido, en función de relaciones complejas y reciprocas a la utilización económica del cuerpo. El cuerpo solo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. No obstante es te sometimiento no se obtiene solo mediante instrumentos ya sean de violencia, ya de ideología; puede bien ser directo, físico, emplear a la fuerza contra la fuerza obrar sobre elementos materiales y, a pesar de todo esto, no ser violento; puede ser calculado, organizado, técnicamente reflexivo, puede ser útil sin hacer uso de las armas ni del terror y, sin embargo, permanecer dentro del orden físico.

Hay que admitir más bien que el poder produce saber (y no simplemente favoreciéndolo porque les sirva o aplicándolo porque sea útil); que poder saber ser implican directamente el uno al otro. En suma, no es la actividad del sujeto de conocimiento lo que producirá un saber útil o renuente al poder, sino que el poder – saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen son los que determinan las formas y los dominios posibles del conocimiento. Se trata de reincorporar las técnicas punitivas -bien se apoderen del cuerpo en el ritual de los suplicios, bien se dirijan al alma- a la historia de ese cuerpo político.

No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Porque existe, tiene una realidad de que está producida permanentemente entorno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que ejerce sobre aquellos a quienes se castiga y, de una manera más general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige sobre los locos, los niños, los colegiales, los colonizados sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su existencia. Realidad histórica de esa alma, que a diferencia de las presentadas por la tecnología cristiana no nace culpable y castigable, sino que nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción.

En el transcurso de estos últimos años, se han producido en el mundo por todos lados rebeliones de presos. Revelaciones contra toda una miseria fiscal que trata de más

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