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La violencia en la literatura argentina del siglo XIX.


Enviado por   •  13 de Febrero de 2017  •  Monografías  •  7.191 Palabras (29 Páginas)  •  433 Visitas

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        El tema de la presente monografía será “la violencia en la literatura argentina del siglo XIX”. Para brindar pruebas contundentes de esto, abordaremos las siguientes obras de la época: “El matadero” de Esteban Echeverría, “Amalia” de  José Mármol, “Facundo” de Domingo Faustino Sarmiento, “Juan Moreira” de Eduardo Gutiérrez y, por último, “Martín Fierro” de José Hernández.

        El siguiente trabajo se encontrará dividido en dos partes: la primera, constará de artículos y noticias periodísticas de aquél período que nos proveerá el marco histórico de las obras anteriormente mencionadas. Nos aportará, además, datos sobre el clima de violencia que se vivía en el país a causa de los fuertes enfrentamientos políticos; a saber, entre unitarios y federales (aún vigentes). La segunda parte de la monografía contendrá el desarrollo del trabajo propiamente dicho y trataremos de dar cuenta de cómo todo ese clima de violencia y terror que se vivió en el siglo XIX está reflejado y se manifiesta en las obras que entran en cuestión.

        Al detenernos en el contexto histórico, estamos abriendo un camino que nos permite entender el por qué del surgimiento de una determinada obra en un determinado tiempo y en un determinado lugar. Al poder dilucidar esto, estamos más cerca de arribar a una interpretación más “ajustada” de ella.

El mayor objetivo de este trabajo es, precisamente, hacer hincapié en la importancia que posee el conocimiento del contexto social y político para abordar y poder comprender, de la manera más apropiada posible, aquellas obras que son consideradas  clásicas en la literatura Argentina. Como lo plantea Bajtín: “(...) Si se arranca al enunciado de su suelo nutricio, totalmente real, se pierde la clave que permite acceder a la comprensión de su forma y su sentido, y solamente se tiene entre manos una envoltura (...)”.

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        Mariano Moreno ya lo había gritado: “un país que se está creando necesita mucha sangre como alimento”. Muy atinada la afirmación del secretario de la junta de 1810. Efectivamente, Argentina, en el siglo XIX, era un país que se estaba creando y, ciertamente, corrió mucha, ¡demasiada sangre! Se vertieron “arroyos de sangre” para su conformación. Durante aquél largo siglo, el país atravesó por la “Revolución de Mayo” de 1810, la Independencia de 1816, la Constitución de 1853, la unificación de 1860, la federalización de Buenos Aires en 1880, entre otros grandes sucesos. ¿En qué momento se puede decir que Argentina alcanza la forma de un país o una Nación?. Los momentos antes mencionados, son momentos de quiebre, de ruptura que marcan una época, pero aislados no significan nada. Todo se configura en un gran proceso. En un proceso lleno de enfrentamientos, feroz y sanguinario que configuraron un modo de vivir. Un modo en donde la violencia era el personaje principal.

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        Si vamos a hablar de literatura del siglo XIX, no podemos de ningún modo dejar pasar por alto la “omnipresencia” de la guerra civil entre unitarios y federales que en esos términos se extiende por casi todo el período y es la clave principal para entender todos los sucesos. Quizás, toda la literatura de la época es, parafraseando e invirtiendo la frase de Clausewitz, “una prolongación de la guerra civil pero por otros medios”.

        El enfrentamiento entre el bando unitario y federal implicó el choque de dos proyectos totalmente contrapuestos de organización política, social y económica. Unos y otros alternaron su predominio en la escena política con aspiraciones radicalmente distintas. La organización del país, como no podía ser de otra manera, no provino de una síntesis o un acuerdo, sino de la victoria violenta de una facción sobre la otra.

        Si nos extendemos demasiado en el contexto histórico es a causa del texto que se ha elegido como el iniciador de la literatura argentina, El matadero de Esteban Echeverría. Esta obra es, precisamente, uno de los mejores ejemplos de un choque total y violento que no podía coexistir pacíficamente. Resumida al extremo, la historia que se cuenta es sencilla: en una primera mitad se comenta, en tono costumbrista, las incidencias de un día cualquiera en el matadero de la Buenos Aires de Rosas, la forma de vivir de los “bárbaros federales”; en la segunda, se narra la agresión que culmina en la vejación y asesinato de un joven unitario por parte de la “chusma” federal que trabaja y merodea por esa zona intermedia entre el campo y la ciudad.

        Hay una clarísima intención de Echeverría, alienado al partido unitario, de demostrar o contar cómo es el país en manos de Rosas. El matadero es una alegoría de un país bárbaro comandado, también, por otro bárbaro. La violencia escapa o brota de cada palabra de la obra. Echeverría manda al muere a un joven que, quizás, se pareciera a él. Ahora, esto no es casualidad. En el sacrificio violento de su joven unitario, que por cierto es educado, fino, de buenos modales, limpio, elegante, europeizado si se quiere, en manos de las bestias furiosas federales, brutos, incultos, salvajes, sanguinarios, carniceros; Echeverría denuncia con furia lo que él considera que es el régimen rosista. A la violencia real, aplicada a los cuerpos, el escritor opone la violencia textual o simbólica para defenestrar a sus rivales y cohesionar a sus iguales, rasgo distintivo de los que son como él. Sin embargo, no por ficcional y “civilizado” su ataque resulta menos violento. En la contienda civil, cada bando utilizará distintos recursos, los que considere más convenientes o más “dignos”.

        Ahora bien, resulta evidente que si “El matadero”, como otras obras que vamos a tomar, se distinguieron entre los ríos de tinta que corrían paralelamente a los de sangre es porque contaron con algunas particularidades que los hicieron superiores. En el caso de esta obra es lo siguiente: “El matadero” es  diferente porque animó a Echeverría a “rebajar” su escritura y sus refinados modales al terreno de lo que para él era la cruda realidad porteña.

        Como dijimos unos párrafos atrás, la violencia brota, fluye. Si bien, fue Sarmiento el que patentará en nuestro país aquello de “civilización y barbarie” (tema que tocaremos más adelante), Echeverría fue el que prefiguró dicha dicotomía, esa oposición tan marcada que escinde la sociedad argentina hasta nuestros días. Así, por un lado y al comienzo, nos empieza a describir a los bárbaros en un tono burlesco y casi juguetón. Luego de una inundación, llegan al matadero unos cuantos animales para calmar la sed carnívora de los habitantes. Aquí, se reproduce el tono bajo y soez de los matarifes, gauchos y esclavas; se manifiesta la violencia y el estado de barbarie (presente a lo largo de todo el relato y, principalmente en la decapitación del niño) en el que viven estas “personas”, no consideradas como tales por sus conductas animales. Cuando aparece en escena el unitario, es cuando el tono del relato cambia. El joven viene vestido como lo que es: un señorito, montado en una silla inglesa y tiene el atrevimiento, la valentía o la inocencia de adentrarse en el matadero. La gente de ahí reacciona como lo que es: unos salvajes que no pueden dejar de arrojar sus agresiones. Ahí nomás, es desnudado, se le corta el pelo y la barba que lleva a la moda europea y queda claro que no se va a salvar ni hablando, puesto que pareciera que hablan casi otro idioma. La resolución es la dignidad total (propia de los unitarios para Echeverría): “prefiere” reventar por dentro y morir en un charco de sangre antes de ser ultrajado por los bárbaros.

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