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Historia de la literatura boliviana hasta el siglo XIX


Enviado por   •  16 de Noviembre de 2013  •  Tesis  •  4.638 Palabras (19 Páginas)  •  451 Visitas

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Historia de la literatura boliviana hasta el siglo XIX

Category:Crónicas

Creado en 03 Julio 2012

Published: 03 Julio 2012

Escrito por Marcelino Menéndez Pelayo

Esta república, creada por la voluntad omnipotente de Simón Bolívar en obsequio al equilibrio que él pensaba establecer entre los estados de la América del Sur, no tiene historia independiente en la época colonial, ni mucho menos tradiciones literarias. En ella entraron las comarcas del Alto Perú (antiguas intendencias de la Paz, Potosí, Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra, con el desierto de Atacama), las cuales, después de haber formado parte integrante del imperio de los Incas, dependieron del virreinato de Lima hasta 1778, en que se creó el de Buenos Aires, limitado por el Brasil y la Patagonia, los Andes y el Atlántico. Este carácter híbrido domina en la moderna historia de Bolivia, que, según las circunstancias, aparece como un apéndice de la del Perú o de la del Río de la Plata, sin haber podido afirmar todavía su carácter ni su política propia dentro de la variedad americana. Por otra parte, la población europea está allí en exigua minoría: sólo una sexta parte, contra cuatro quintas de población india y otra de población negra.

La carencia de grandes centros de población y la falta de puertos importantes, hacen de esta república una de las menos abiertas de América al trato y comunicación intelectual con los extraños. No creemos, en vista de tan adversas circunstancias, unidas al continuo estado de anarquía y luchas civiles en que ha vivido esta república, que su producción literaria sea grande; pero lo que sí podemos afirmar es que a Europa apenas han llegado las obras de ningún autor boliviano.

Y, sin embargo, esta región, a primera vista tan iliteraria, estuvo a punto de ser visitada en el siglo XVI nada menos que por Miguel de Cervantes, que en memorial de mayo de 1590 pedía a Felipe II que «le hiciese merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la gobernación de la provincia de Soconusco en Guatemala, o contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz». Si Cervantes hubiese conseguido esta vara, ¿quién sabe si Bolivia podría ufanarse hoy con ser la cuna del Ingenioso Hidalgo?

Otros ingenios, de menos cuenta sin duda, pero de buen estilo y de buen tiempo visitaron el argentífero cerro del Potosí, a cuyas raíces se había fundado una población que a principios del siglo XVII llegó a contar 150.000 habitantes, y hoy (si no extinguida, venida muy a menos la labor de las minas), escasamente llegan a 15.000, según dicen. Entre los aventureros y arbitristas que, atraídos por la codicia del mineral y no ajenos de conocimientos metalúrgicos, acudieron a aquel fabuloso venero de riqueza pocos años después de su descubrimiento, hubo de contarse el vate lusitano Enrique Garcés, natural de Oporto, que al igual de otros muchos compatriotas suyos de la centuria déximosexta, nunca usó en sus obras más lengua que la castellana. Decíase Garcés inventor de cierto procedimiento para beneficiar la plata por medio del azogue. «Gasté no poca parte de vida y hacienda (decía él mismo a Felipe II) en descubrir y entablar en el Pirú el azogue y beneficio de plata con él. Dí después algunos avisos en materias diferentes, como fue lo de la plata corriente, que allí pasaba por moneda de ley conocida, a lo cual, por vuestra christiana clemencia fuiste, señor, servido, de proveer de remedio, mandando no se tratase sino con plata ensayada o con moneda acuñada, y aunque por ello fuí notablemente molestado, nada será parte para que dexe de proseguir en lo que todo el mundo os debe.»

No parece que ni sus avisos de buen gobierno ni sus advertencias metalúrgicas enriqueciesen a Garcés, puesto que habiendo enviudado se hizo presbítero, y fue a morir de canónigo en la catedral de México, dedicando sus últimos días al cultivo de las letras. Hay de él dos traducciones en verso, de los Lusiadasde Camoens y del Cancionero del Petrarca, y una en prosa del libro de Francisco Patricio: Del reyno y de la institución del que ha de reynar, y de cómo deveaverse con los súbditos y ellos con él. Los tres libros, vertidos respectivamente del portugués, italiano y latín, aparecen impresos en el mismo año, 1591, porque el autor, sin duda, los mandó simultáneamente a España. Entre los versos laudatorios que la traducción del Petrarca lleva, los hay del famoso navegante Pedro Sarmiento de Gamboa, bien infelices por cierto. Suenan también en los preliminares del libro los nombres de Sancho de Ribera, poeta arequipeño; del Licdo. Villarroel (¿de Potosí o de Quito?), de Fr. Jerónimo Valenzuela y Fr. Miguel de Montalvo, del Licdo. Emanuel Francisco, de un cierto Adilóny de varios anónimos que presumo que serían americanos o residentes en América. Uno de los panegiristas alude a la invención metalúrgica de Garcés en estos términos:

Enrique, que al Ocaso enriqueciste

Con el instable azogue que has hallado...

Tal invención o divulgación, si es que realmente fue el primero en hacerla, honra a Enrique Garcés más que sus versos incorrectos, desabridos, mal acentuados muchas veces, llenos de italianismos y de lusitanismos, como quien calca, servilmente, en vez de traducir de un modo literario, y no se hace cargo de la diferencia de las lenguas. Lo más curioso que para nuestro objeto contiene su libro de Los Sonetos y Canciones del Poeta Francisco Petrarcha... es una canción del traductor, a imitación de la que principia Italia mía, ben che'l parlar siaindarno, dirigida a Felipe II, quejándose de los vejámenes de que eran víctimas los colonos del Perú, y especialmente de la mala ley de la plata que allí circulaba:

Y, en fin, ello ha parado

En desterrar de aquí la plata pura,

Y agora una mixtura

Quieren que tome el pobre jornalero,

Que es plomo, estaño y cobre sin estima...

(...)

Otro poeta, portugués de origen y sevillano de nacimiento, llamado Duarte Fernández, pasó de Lima al Potosí a principios del siglo XVII, y de él dijo la poetisa anónima:

Y un tiempo fue que en tu Academia viste

Al gran Duarte, al gran Fernández digo,

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