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Las Escuelas de la Nostalgia

Iván CastilloEnsayo21 de Abril de 2019

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Las Escuelas de la Nostalgia.

Sopla el viento norte, caen algunas gotas, está oscureciendo en la capital. Don David espera a su hijo Andrés en la puerta del colegio citadino, hoy decidió escaparse de la rutina laboral y adelantarse al transporte escolar para darle una sorpresa. Andrés al verlo corre para brindarle un profundo abrazo y un tierno beso.

—¡Papá viniste a buscarme!

—Sí, caminaremos juntos las seis cuadras que nos separan de casa, que nos separan de mamá.

           Andrés le da su pequeña mano y comienzan su aventura.  

—Papá. ¿Cómo era para ti ir al colegio?

—¿Por qué preguntas hijo?

—A mí se me hace muy tedioso, los días son todos iguales, mis compañeros son tan aburridos.

—Hijo, quizás mi historia se te haga tediosa también.

—No lo creo papá, cuéntame por favor.

—Cuando yo iba a mi escuelita en el sur las cosas eran totalmente diferentes, ya de eso han pasado treinta años. Solo los compañeros afortunados tenían bicicleta, uno o dos en mi curso, los demás caminábamos a diario los cuatro kilómetros. Nos reuníamos todos y marchábamos por el camino ripiado, éramos doce o quince entre niños y niñas, siempre por la orilla para no entorpecer el paso de carretelas tiradas por caballos y carretas tiradas por bueyes.

—¿Y cuándo llovía papá?

—Esperábamos la escampada bajo alguno de los cientos de árboles gigantescos que nos acompañaban en nuestro camino.        

—¿Escampada? ¿Qué es eso?

—Cuando la lluvia es intensa y por unos minutos deja de llover, eso es una escampada.

—¿Y no se mojaban?

—No Andrés, las hojas de los nogales, tilos y aromos nos protegían como enormes paraguas.

—¡Qué entretenido papá! ¿Y tus zapatos se mojaban?

—No, tu abuelo me hacía unos calzados que se llamaban ojotas, la planta era de neumático usado y las cintas de cuero tosco. Tenía varias así que si se me mojaba una, sacaba de mi bolsón otra. No siempre llovía, a veces hacía mucho frío, caía helada muy gruesa, para eso el mejor remedio era correr, se nos pasaba el frío enseguida. Siempre éramos los mismos niños, uno a uno al grupo se sumaban más niños, éramos los del camino a la loma, entre ellos estaba tú mamá, era una de las menores, siempre llevaba dos largas trenzas, como yo era mayor que ella me correspondía cuidarla. Eso hago hasta el día de hoy.

—¿Mi mamá era hermosa?

—Sí, con su sonrisa amplia, su delantal cuadrillé celeste y sus zapatitos. Siempre me saludaba con un buen día. Bellísima como siempre lo ha sido.

—¿Y en la escuela? ¿Cuándo llegaban?

—Nuestros profesores eran Don Osvaldo Díaz y Doña Cecilia Torres. Nos esperaban y nos daban un abrazo afectuoso. Ellos sabían lo difícil que era llegar, valoraban nuestro esfuerzo. Eran muy estrictos, eso no lo niego, pero amorosos sin lugar a dudas.

—¿Y qué desayunaban en la escuelita? ¿Cereal?

—Un vaso de leche caliente y dos galletones duros. Pero nosotros nos aperábamos bien, huevos duros, pan amasado con queso, sopaipillas. Unos compañeros apellido Pérez llevaban tomates y se los comían como si fueran manzanas, le echaban sal sobre la cáscara y se los servían a mordiscos.

—¿Y no engordaban papá?

—No hijo, en los recreos jugábamos al libre o fútbol con una pelota rota, al luche o a las canicas, gastábamos todas las calorías en los recreos.

—¿Y el regreso a casa?

—Salíamos temprano a eso de las dos de la tarde, era una aventura volver a casa, pasábamos al arroyo y buscábamos tesoros bajo el viejo puente, Don Mañungo nos daba Membrillos, trepábamos el nogal de don Tato para cosechar las mejores nueces, nos sentábamos bajo un viejo sauce llorón pasado las casas patronales a contar historias, pasábamos a jugar a la cancha de tierra de don Juan Martínez. Uno a uno los compañeros se iban quedando en sus casas, al final terminaba caminando solo, yo era el que vivía más lejos. A eso de las cinco de la tarde llegaba a mi callejón, siempre me alcanzaba mi papá que venía del trabajo y me subía en su bicicleta. Mi viejo querido que ya no está.

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