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De La Cocina De La Escritura

dairon101 de Marzo de 2015

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Rosario Ferré

"LA COCINA DE LA ESCRITURA"

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

Rosario Ferré

"LA COCINA DE LA ESCRITURA"

Si Aristóteles hubiera guisado,

mucho más hubiera escrito.

Sor Juana

I

DE CÓMO DEJARSE CAER DE LA SARTÉN AL FUEGO

A lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones: Emily

Brontë escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf

para exorcizar su terror a la locura y a la muerte; Joan Didion escribe para descubrir lo que

piensa y cómo piensa; Clarisse Lispector descubre en su escritura una razón para amar y ser

amada. En mi caso, escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una

posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para

disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había. En este sentido, la frase

"lengua materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un significado especial. Este

significado se le hizo evidente a un escritor judo llamado Juan, hace casi dos mil años,

cuando empezó su libro diciendo: "En el principio fue el Verbo". Como evangelista, Juan

era ante todo escritor, y se refería al verbo en un sentido literario, como principio creador,

sean cuales fuesen las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a su

célebre frase. Este significado que Juan le reconoció al Verbo yo prefiero atribuírselo a la

lengua; más específicamente, a la palabra. El verbo-padre puede ser transitivo o

intransitivo, presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre nunca cambia, nunca muda de

tiempo. Sabemos que si confiamos en ella, nos tomará de la mano para que emprendamos

nuestro propio camino.

En realidad, tengo mucho que agradecerle a la palabra. Es ella quien me ha hecho posible

una identidad propia, que no le debo a nadie sino a mi propio esfuerzo. Es por esto que

tengo tanta confianza en ella, tanta o más que tuve en mi madre natural. Cuando pienso que

todo me falla, que la vida no es más que un teatro absurdo sobre el viento armado, sé que la

palabra siempre está ahí dispuesta a devolverme la fe en mí misma y en el mundo. Esta

necesidad constructiva por la que escribo se encuentra íntimamente relacionada a mi

necesidad de amor: escribo para reinventarme y para reinventar el mundo, para

convencerme de que todo lo que amo es eterno.

Pero mi voluntad de escribir es también una voluntad destructiva, un intento de aniquilarme

y de aniquilar el mundo. La palabra, como la naturaleza misma, es infinitamente sabia, y

conoce cuándo debe asolar lo caduco y lo corrompido para edificar la vida sobre cimientos

nuevos. En la medida en la que yo participo de la corrupción del mundo, revierto contra mí

misma mi propio instrumento. Escribo porque soy una disgustada de la realidad; porque

son, en el fondo, mis profundas decepciones las que han hecho brotar en mí la necesidad de

recrear la vida, de sustituirla por una realidad más compasiva y habitable, por ese mundo y

por esa persona utópicos que también llevo dentro.

Esta voluntad destructiva por la que escribo se encuentra directamente relacionada a mi

necesidad de odio y a mi necesidad de venganza; escribo para vengarme de la realidad y de

mí misma, para perpetuar lo que me hiere tanto como lo que me seduce. Sólo las heridas,

los agravios mas profundos (lo que implica, después de todo, que amo apasionadamente el

mundo) podrán quizá engendrar en mi algún día toda la fuerza de la expresión humana.

Quisiera hablar ahora de esa voluntad constructiva y destructiva, en relación a mi obra. El

día que me senté por fin frente a mi maquinilla con la intención de escribir mi primer

cuento, sabía ya por experiencia lo difícil que era ganar acceso a esa habitación propia con

pestillo en la puerta y a esas metafóricas quinientas libras al año que me aseguraran mi

independencia y mi libertad. Me había divorciado y había sufrido muchas vicisitudes a

causa del amor, o de lo que entonces había creído que era el amor: el renunciamiento a mi

propio espacio intelectual y espiritual, en aras de la relación con el amado. El empeño por

llegar a ser la esposa perfecta fue quizá lo que me hizo volverme, en determinado

momento, contra mí misma; a fuerza de tanto querer ser como decían que debía ser, había

dejado de existir, había renunciado a las obligaciones privadas de mi alma.

Entre éstas, la más importante me había parecido siempre vivir intensamente. No agradecía

para nada la existencia protegida, exenta de todo peligro pero también de responsabilidad,

que hasta entonces había llevado en el seno del hogar. Deseaba vivir: experimentar el

conocimiento, el arte, la aventura, el peligro, todo de primera mano y sin esperar a que me

lo contaran. En realidad, lo que quería era disipar mi miedo a la muerte. Todos le tenemos

miedo a la muerte, pero yo sentía por ella un terror especial, el terror de los que no han

conocido la vida. La vida nos desgarra, nos hace cómplices del gozo y del terror, pero

finalmente nos consuela, nos enseña a aceptar la muerte como su fin necesario y natural.

Pero verme obligada a enfrentar la muerte sin haber conocido la vida, sin atravesar su

aprendizaje, me parecía una crueldad imperdonable. Era por eso, me decía, que los

inocentes, los que mueren sin haber vivido, sin tener que rendir cuentas por sus propios

actos, todos van a parar al Limbo. Me encontraba convencida de que el Paraíso era de los

buenos y el Infierno de los malos, de esos hombres que se habían ganado arduamente la

salvación o la condena, pero que en el Limbo sólo había mujeres y niños, que ni siquiera

sabíamos cómo habíamos llegado hasta allí.

El día de mi debut como escritora, permanecí largo rato sentada frente a mi maquinilla,

rumiando estos pensamientos. Escribir mi primer cuento significaba, inevitablemente, dar

mi primer paso en dirección del Cielo o del Infierno, y aquella certidumbre me hacía vacilar

entre un estado de euforia y de depresión. Era casi como si me encontrara a punto de nacer,

asomando tímidamente la cabeza por las puertas del Limbo. Si la voz me suena falsa, me

dije, si la voluntad me falla, todos mis sacrificios habrían sido en vano. Habré renunciado

tontamente a esa protección que, no empece sus desventajas, me proporcionaba el ser una

buena esposa y ama de casa, y habré caído merecidamente de la sartén al fuego.

Virginia Woolf y Simone de Beauvoir eran para mí en aquellos tiempos algo así como mis

evangelistas de cabecera; quería que ellas me enseñaran a escribir bien, o a lo menos a no

escribir mal. Leía todo lo que habían escrito como una persona sana que se toma todas las

noches antes de acostarse varias cucharadas de una pócima salutifera, que le imposibilitara

morir de toda aquella plaga de males de los cuales, según ellas, habían muerto la mayoría

de las escritoras que las habían precedido, y aun muchas de sus contemporáneas. Tengo que

reconocer que aquellas lecturas no hicieron mucho por fortalecer mi aún recienacida y

tierna identidad de escritora. El reflejo de mi mano era todavía el de sostener pacientemente

el sartén sobre el fuego, y no el de blandir con agresividad la pluma a través de sus llamas,

y tanto Simone como Virginia, bien que reconociendo los logros que habían alcanzado

hasta entonces las escritoras, las criticaban bastante acerbamente. Simone opinaba que las

mujeres insistían con demasiada frecuencia en aquellos temas considerados

tradicionalmente femeninos, como por ejemplo la preocupación con el amor, o la denuncia

de una educación y de unas costumbres que habían limitado irreparablemente su existencia.

Justificados como estaban estos temas, reducirse a ellos significaba que no se había

internalizado adecuadamente la capacidad para la libertad. "El arte, la literatura, la

filosofía", me decía Simone, "son intentos de fundar el mundo sobre una nueva libertad

humana: la del creador individual, y para lograr esta ambición (la mujer) deberá antes que

nada asumir el estatus de un ser que posee la libertad".

En su opinión, la mujer debería ser constructiva en su literatura, pero no constructiva de

realidades interiores sino de realidades exteriores, principalmente históricas y sociales. Para

Simone la capacidad intuitiva, el contacto con las fuerzas de lo irracional, la capacidad para

la emoción, eran talentos muy importantes, pero también en cierta forma eran talentos de

segunda categoría. El funcionamiento del mundo, el orden de los eventos políticos y

sociales que determinan el curso de nuestras vidas están en manos de quienes toman sus

decisiones a la luz del conocimiento y de la razón, me decía Simone, y no de la intuición y

de la emoción, y era de estos temas que la mujer debería de ocuparse en adelante en su

literatura.

Virginia

...

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