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MUERTE DE UN PACIENTE: FUNCIONES PERO NO PROCESOS


Enviado por   •  26 de Noviembre de 2015  •  Ensayos  •  3.021 Palabras (13 Páginas)  •  194 Visitas

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MUERTE DE UN PACIENTE: FUNCIONES PERO NO PROCESOS

Extractado del Libro: <>, Steven J. Spear

En Estados Unidos hay una brecha descorazonadora entre la atención que realmente tenemos y la atención que deberíamos tener. Las afecciones que anteriormente no se podían describir y diagnosticar, hoy pueden tratarse y hasta curarse, inclusive la infecundidad, miles de maneras de cáncer y varias enfermedades genéticas. Actualmente, la reinserción de extremidades y la cirugía reconstructiva son posibles, junto con procedimientos ortopédicos con un grado mínimo de invasión y la conversión de VIH en una afección crónica. Para encontrar un periodo anterior cuando la vida pudiera mejorarse y restaurarse con tal certidumbre, deberíamos regresar a la era de los milagros bíblicos, el otorgamiento de la fecundidad por la plegaria fiel, los muertos al ser restituidos a los vivos, las enfermedades como la ceguera curadas por la imposición de las manos.

Y sin embargo, la medicina moderna se ha convertido en una terrible decepción. Están los costos exorbitantes, pero incluso para aquellos que pueden encontrar y pagar los tratamientos, los riesgos son considerables. El <> publicó estudios al calcular el número de pacientes que pierden sus vidas por un error médico, que se define como la mala administración de la asistencia médica mientras que una persona está hospitalizada, es tan alta como 98000 personas al año de 33 millones de hospitalizaciones que ocurren anualmente. Esto no incluye el número igual de muertos por infecciones que se adquieren en el hospital. Esto hace al riesgo de lesión de uno en unos cuantos cientos, el riesgo de muerte evitable de uno en unos cuantos miles. Como el doctor Lucien Leape, pionero del movimiento de seguridad para el paciente, lo describió en una conferencia, usted tendría que volar en deslizadores motorizados y lanzarse en paracaídas de puentes para enfrentar riesgos similares a aquellos de ser un paciente hospitalizado. Y eso es solamente para asistencia aguda. También, están aquellos que sucumben ante la enfermedad debido a fallas en los cuidados preventivo, primario y crónico.

No debería ser así. La ciencia médica es fabulosa y la gente que la emplea es brillante, educada, bien capacitada, trabajadora y altruista. Pero ellos trabajan en sistemas que comprometen sus mejores esfuerzos. Por ejemplo, en los <> se publicó una serie de artículos que se llaman “Quality Grand Rounds”. Éstos eran casos detallados de colapsos en otorgar asistencia que condujo al sufrimiento humano. La variedad de cosas que pueden salir mal era tanto escandalosa como fascinante. Mi amigo y colega, el doctor Mark Schmidhofer y yo empezamos a preguntarnos qué tenían en común estos casos. Descubrimos que la respuesta era “mucho”.

En todos los casos que nosotros examinamos, había características comunes que llevaron a resultados dolorosos. La gente carecía de una panorámica del sistema, una apreciación completa de cómo el trabajo que realizaba se afectaba y perturbaba el trabajo de otras personas. Al suponer eso, como Perrow señaló, era excepcionalmente difícil entender todos los matices de cómo funcionaba un sistema tan complejo, pero cuando se presentaron las advertencias, en estos casos las personas no mejoraron su comprensión como debieron hacerlo. En lugar de presionar por una claridad aún mejor respecto de cómo deben funcionar las cosas, ellas eran sumamente tolerantes de las ambigüedades respecto de quién se suponía debía hacer qué, cómo transmitir la información de una persona a la otra o cómo realizar una tarea particular. E incluso cuando era obvio que

algo estaba mal, trabajaban alrededor del problema, al confiar en la vigilancia y el esfuerzo extras. Así, ellas se impusieron la misma serie de problemas día tras día, al declinar consistentemente la oportunidad de entender las complejas interacciones de gente, tecnología, lugar y circunstancia mejor y de ese modo mejorar el sistema conforme se descubrían sus defectos.

Estudiemos un caso en que los trabajadores calificados y dedicados en diferentes departamentos fracasaron en prestar atención a las advertencias de que ellos no entendían completamente cómo su trabajo afectaba a los otros. No hacerlo, mató a un paciente.

La señora Grant, una mujer de 68 años de edad, se recuperaba con éxito de una cirugía cardiovascular optativa. A las 8:15 de la mañana, la enfermera de día, quien apenas empezaba su turno, descubrió que la señora Grant estaba teniendo convulsiones. Se emitió una llamada de urgencia; se le extrajo sangre y fue llevada al laboratorio. Entonces, a la señora Grant se le condujo inmediatamente a radiología para una exploración. ¿Había alguna masa, coágulo de sangre, hemorragia u otra causa neurológica no detectados? Todas esas pruebas fueron negativas. Se le llevó nuevamente a la unidad de enfermería. Los espeluznantes resultados del análisis de sangre esperaban al equipo de urgencia: un nivel bajo no detectado de glucosa. La señora Grant casi no tenía azúcar en la sangre. Su cerebro chisporroteaba como un motor con un tanque de gasolina vacío. Los intentos apresurados para intervenir por vía endovenosa fracasaron. La afección de la señora Grant empeoró y entró en coma. Semanas más tarde, su familia retiró el equipo de mantenimiento de vida. ¿Qué pasó?

Para el prestigio del hospital, se inició inmediatamente una in vestigación, con entrevistas, análisis y la reconstrucción de sucesos. Empezaron hablando con la enfermera de día. ¿Qué sabía ella? Nada, según resultó. Ella apenas había empezado su turno; su primera interacción con la señora Grant había ocurrido cuando ella observó las convulsiones y alertó al equipo de urgencia. El enfermero de noche tenía más que decir, pero nada parecía arrojar alguna luz, al principio. Aparentemente, él estaba en la estación de enfermeros cuando sonó la alarma a las 6:45 de la mañana. El monitor reportaba que un catéter en la vena de la señora Grant para administrar fármacos mostraba una posible oclusión, un coágulo de sangre con riesgo potencial de muerte. Al entender la gravedad de la situación, se apresuró a la habitación de la señora Grant, cargó una jeringa con una dosis del anticoagulante heparina y lo inyectó en la línea. Confirmó que la señora Grant descansaba cómodamente reanudó el cuidado de sus otros pacientes. Hasta que sonó la llamada de urgencia una hora y media después fue que vio nuevamente a la señora Grant.

La investigación estaba resultando un chasco hasta que alguien que hacía un inventario de la habitación de la señora Grant preguntó en dónde estaba la ampolleta de la heparina. Debería estar en el contenedor de artículos afilados, la caja en que se desechan las ampolletas, agujas y otros materiales peligrosos que se utilizan, pero no estaba. La enfermería es un trabajo ajetreado con ramalazos constantes de tareas de corta duración y la atención de un paciente inextricablemente entrelazada con aquella de otros. La ampolleta podría haberse arrastrado en el trajín del trabajo. Inmediatamente, los investigadores empezaron a buscarla en otra parte. ¿Estaba en algún mostrador o en un gabinete? ¿La había llevado alguien a la habitación de otro paciente? No podían localizarla. Luego, el empleado que hacía el inventario hizo una pregunta más ominosa: ¿por qué había una ampolleta de dosis múltiples de insulina vacía en la caja de desecho?

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