El Curso Trazado Por La Iglesia En La Educaciòn
Lescas14 de Febrero de 2014
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EL CURSO TRAZADO POR LA IGLESIA EN LA EDUCACIÓN
Por el presidente J. Reuben Clark Jr.
Discurso pronunciado
el 8 de agosto de 1938
a los líderes de Seminarios
e Institutos de religión
en los cursos de verano de
la Universidad Brigham Young,
en Aspen Grove, Utah.
Queridos colegas:
Pocas cosas son dignas de una segunda lectura y raras veces conservan
esa calidad duradera para que se lean muchas veces y vivan para inspirar a
una segunda o tercera generación. El discurso del presidente J. Reuben
Clark, “El curso trazado por la Iglesia en la educación”, corresponde a este
último grupo y se ha publicado nuevamente para que sus principios
fundamentales continúen inspirando y motivando al personal del Sistema
Educativo de la Iglesia.
El resumen del presidente Clark con respecto a las responsabilidades que los
maestros tienen para con la Iglesia y su misión, y para con las necesidades
espirituales de los alumnos es pertinente, completo y constituye una fuente de
inspiración.
Que esta reimpresión sirva para recordarnos que, aunque tal vez se requiera
una moral y un valor espiritual extraordinarios para aplicarlas, las bases
que asentó el presidente Clark permanecen sólidas y firmes. Tal vez sea el
momento para que todos los que enseñan reexaminen su rumbo y vean
dónde se encuentran, y si los principios axiomáticos y los objetivos
bosquejados en “El curso trazado” se están aplicando o utilizando en
su totalidad.
Atentamente,
La oficina del Administrador
Cuando yo era niño, me encantó el gran debate que sostuvieron
aquellos dos gigantes, Webster y Hayne [este debate tuvo lugar en
el senado de los Estados Unidos en 1830, sobre los derechos de los
estados y el poder federal]. La belleza de la oratoria, la sublimidad
de la elevada expresión de patriotismo de Webster, el presagio de la
lucha civil que vendría por el dominio de la libertad sobre la
esclavitud, todo ello me conmovió profundamente. El debate
comenzó debido a una resolución que tenía que ver con los terrenos
públicos, y ocasionó que se consideraran grandes problemas
fundamentales de la ley constitucional. Nunca he olvidado el
párrafo inicial de la respuesta de Webster, mediante el cual volvió a
poner en su lugar este debate que se había desviado tanto de su
curso. El párrafo dice:
Sr. Presidente: Cuando el marinero ha sido zarandeado durante muchos
días debido al mal tiempo y en un mar desconocido, naturalmente aprovecha
la primera pausa en la tormenta, la primera aparición del sol, para medir su
latitud y determinar cuánto lo han apartado los elementos de su verdadero
curso. Imitemos esa prudencia y, antes de que nos dejemos arrastrar por la
marea de este debate, volvamos al punto del cual nos apartamos para que, por
lo menos, podamos hacer conjeturas respecto a dónde nos encontramos ahora.
Pido que se dé lectura a la resolución.
Ahora me apresuro a expresar la esperanza de que no quiero que
ustedes piensen que yo considero que ésta sea una ocasión para
debate, o que yo soy un Daniel Webster. Si fueran a pensar esas
cosas, cualesquiera de ellas, cometerían un grave error. Admito
que soy viejo, pero no tanto; pero Webster pareció invocar un
procedimiento tan sensato para ocasiones en las que, después de
andar errante por alta mar o en el desierto, hay que hacer el
esfuerzo de volver al punto de partida, que pensé que ustedes me
perdonarían si mencionaba, y de alguna manera usaba este mismo
procedimiento, para volver a declarar algunos de los principios más
fundamentales y esenciales que sirven de base a la educación en las
escuelas de la Iglesia.
Para mí, esos principios fundamentales son los siguientes:
La Iglesia es el sacerdocio organizado de Dios. El sacerdocio
puede existir sin la Iglesia, pero la Iglesia no puede existir sin el
sacerdocio. La misión de la Iglesia es primeramente enseñar,
animar, ayudar y proteger a los miembros en forma individual en
sus esfuerzos por vivir una vida perfecta, tanto temporal como
espiritualmente, como lo estableció el Maestro en los Evangelios:
“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto” (Mateo 5:48). En segundo lugar, la Iglesia debe
mantener, enseñar, animar y proteger, temporal y espiritualmente,
a los miembros como colectividad en su esfuerzo por vivir el
Evangelio. En tercer lugar, la Iglesia debe proclamar activamente la
verdad, llamando a los hombres al arrepentimiento y a vivir en
obediencia al Evangelio, porque toda rodilla se doblará, y toda
lengua confesará (véase Mosíah 27:31).
En todo esto hay para la Iglesia y para cada uno de sus miembros
dos puntos fundamentales que no se pueden pasar por alto, ni
olvidarse, ni ocultarse, ni descartarse:
Primero, que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre
en la carne, el Creador del mundo, el Cordero de Dios, el Sacrificio
por los pecados del mundo, el Expiador de la transgresión de Adán;
que fue crucificado; que Su espíritu abandonó Su cuerpo; que
murió; que fue puesto en la tumba; que al tercer día Su espíritu se
reunió con Su cuerpo, el cual nuevamente se transformó en un ser
viviente; que se levantó de la tumba como un Ser resucitado, un Ser
perfecto, las Primicias de la Resurrección; que posteriormente
ascendió al Padre; y que debido a Su muerte y mediante Su
resurrección y a través de ella, todo hombre nacido en el mundo
desde el principio volverá a ser resucitado literalmente.
Esta doctrina es tan antigua como el mundo. Job declaró:
Y después de deshecha esta mi piel, En mi carne he de ver a Dios;
Al cual veré por mí mismo, Y mis ojos lo verán, y no otro (Job 19:26–27).
El cuerpo resucitado es un cuerpo de carne, huesos y espíritu, y
Job estaba expresando una gran verdad eterna. Estos hechos
concluyentes y todos los demás hechos que necesariamente van
implicados en ello, los debe creer honradamente y con plena fe todo
miembro de la Iglesia.
La segunda de las dos cosas de las cuales debemos dar plena fe
es que el Padre y el Hijo en realidad, en verdad y en efecto,
visitaron al profeta José en una visión en el bosque; que luego José y
otras personas tuvieron otras visiones; que el Evangelio y el Santo
Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios en verdad y hecho
fueron restaurados a la tierra, de la cual se habían quitado por la
apostasía de la iglesia primitiva; que el Señor de nuevo estableció
Su Iglesia por conducto de José Smith; que el Libro de Mormón es
precisamente lo que profesa ser; que al Profeta se dieron numerosas
revelaciones para guía, edificación, organización y ánimo de la
Iglesia y de sus miembros; que los sucesores del Profeta, igualmente
llamados de Dios, han recibido revelaciones según lo han requerido
las necesidades de la Iglesia, y que continuarán recibiendo
revelaciones a medida que la Iglesia y sus miembros, al vivir la
verdad que ya tienen, tengan necesidad de más; que ésta es en
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verdad La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y
que sus creencias básicas son las leyes y los principios establecidos
en los Artículos de Fe. Estos hechos, cada uno de ellos, junto con
todo lo que necesariamente forma parte o que deriva de los
mismos, también deben permanecer inalterables, sin modificación,
sin atenuación, excusa, disculpa y sin evasivas; no se deben
justificar ni menoscabar. Sin estas dos grandes creencias, la Iglesia
cesaría de ser la Iglesia.
Cualquier individuo que no acepte la plenitud de estas doctrinas
con relación a Jesús de Nazaret o en cuanto a la restauración del
Evangelio y del Santo Sacerdocio, no es un Santo de los Últimos
Días; los cientos de miles de hombres y de mujeres fieles, temerosos
de Dios, que integran el gran núcleo de la Iglesia, creen en estas
cosas plena y completamente, y apoyan a la Iglesia y a sus
instituciones debido a esa creencia.
He señalado estos asuntos porque son la latitud y la longitud de
la ubicación y la posición real de la Iglesia, tanto en este mundo
como en la eternidad. Conociendo nuestra verdadera posición,
podemos cambiar nuestro rumbo si necesita un cambio y podemos
establecer de nuevo nuestro verdadero curso. Y sabiamente
podríamos recordar las palabras que dijo Pablo:
Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio
diferente del que os hemos anunciado, sea anatema (Gálatas 1:8).
Regresando al precedente establecido por Webster y Hayne, he
concluido la lectura de la resolución original.
Como mencioné previamente, debo decir algo en cuanto a la
educación religiosa de la juventud de la Iglesia.
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