Industria Cultural
lutwmdp22 de Septiembre de 2011
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Industria cultural. El Iluminismo como mistificación de las masas (*)
Por Theodor Adorno y Max Horkheimer
La tesis sociológica de que la pérdida de sostén en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y el extremado especialismo han dado lugar a un caos cultural, se ve cotidianamente desmentida por los hechos. La civilización actual concede a todo un aire de semejanza.
Film, radio y semanarios constituyen un sistema. Cada sector esta armonizado en sí y todos entre ellos. Las manifestaciones estéticas, incluso de los opositores políticos, celebran del mismo modo el elogio del ritmo de acero. Los organismos decorativos de las administraciones y las muestras industriales son poco diversas en los países autoritarios y en los demás. Los tersos y colosales palacios que se alzan por todas partes representan la pura racionalidad privada de sentido de los grandes monopolios internacionales a los que tendía ya la libre iniciativa desencadenada, que tiene en cambio sus monumentos en los tétricos edificios de habitación o comerciales de las ciudades desoladas. Ya las casas más viejas cerca de los centros de cemento armado tienen aire de slums y Ios nuevos bungalows marginales a la ciudad cantan ya -como las frágiles construcciones de las ferias internacionales- las loas al progreso técnico, invitando a que se los liquide, tras un rápido uso, como cajas de conserva. Pero los proyectos urbanísticos que deberían perpetuar, en pequeñas habitaciones higiénicas, al individuo como ser independiente, lo someten aun más radicalmente a su antítesis, al poder total del capital. Como los habitantes afluyen a los centros a fin de trabajar y divertirse, en carácter de productores y consumidores, las células edilicias se cristalizan sin solución de continuidad en complejos bien organizados. La unidad visible de macrocosmos y microcosmos ilustra a los hombres sobre el esquema de su civilización: la falsa identidad de universal y particular. Cada civilización de masas en un sistema de economía concentrada es idéntica y su esqueleto -la armadura conceptual fabricada por el sistema- comienza a delinearse. Los dirigentes no están ya tan interesados en esconderla; su autoridad se refuerza en la medida en que es reconocida con mayor brutalidad. Film y radio no tienen ya más necesidad de hacerse pasar por arte. La verdad de que no son más que negocios les sirve de ideología, que debería legitimar los rechazos que practican deliberadamente. Se autodefinen como industrias y las cifras publicadas de las rentas de sus directores generales quitan toda duda respecto a la necesidad social de sus productos.
Quienes tienen intereses en ella gustan explicar la industria cultural en términos tecnológicos. La participación en tal industria de millones de personas impondría métodos de reproducción que a su vez conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades iguales sean satisfechas por productos standard. El contraste técnico entre pocos centros de producción y una recepción difusa exigiría, por la fuerza de las cosas, una organización y una planificación por parte de los detentores. Los clichés habrían surgido en un comienzo de la necesidad de los consumidores: sólo por ello habrían sido aceptados sin oposición. Y en realidad es en este círculo de manipulación y de necesidad donde la unidad del sistema se afianza cada vez más. Pero no se dice que el ambiente en el que la técnica conquista tanto poder sobre la sociedad es el poder de los económicamente más fuertes sobre la sociedad misma. La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter forzado de la sociedad alienada de sí misma. Automóviles y films mantienen unido el con junto hasta que sus elementos niveladores repercuten sobre la injusticia misma a la que servían. Por el momento la técnica de la industria cultural ha llegado sólo a la igualación y a la producción en serie, sacrificando aquello por 1o cual la lógica de la obra se distinguía de la del sistema social. Pero ello no es causa de una ley de desarrollo de la técnica en cuanto tal, sino de su función en la economía actual. La necesidad que podría acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia individual. El paso del teléfono a la radio ha separado claramente a las partes. El teléfono, liberal, dejaba aun al oyente la parte de sujeto. La radio, democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para remitirlos autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas estaciones. No se ha desarrollado ningún sistema de respuesta y las transmisiones privadas son mantenidas en la clandestinidad. Estas se limitan al mundo excéntrico de los "aficionados", que por añadidura están aun organizados desde arriba. Pero todo resto de espontaneidad del público en el ámbito de la radio oficial es rodeado y absorbido, en una selección de tipo especialista, por cazadores de talento, competencias ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo género. Los talentos pertenecen a la industria incluso antes de que ésta los presente: de otro modo no se adaptarían con tanta rapidez. La constitución del público, que teóricamente y de hecho favorece al sistema de la industria cultural, forma parte del sistema y no lo disculpa. Cuando una branche artística procede según la misma receta de otra, muy diversa en lo que respecta al contenido y a los medios expresivos; cuando el nudo dramático de 1a soap-opera en la radio se convierte en una ilustración pedagógica del mundo en el cual hay que resolver dificultades técnicas, dominadas como jam al igual que en los puntos culminantes de la vida del jazz, o cuando la "adaptación" experimental de una frase de Beethoven se hace según el mismo esquema con el que se lleva una novela de Tolstoy a un film, la apelación a los deseos espontáneos del público se convierte en un texto inconsistente. Más cercana a la realidad es la explicación que se basa en el peso propio, en la fuerza de inercia del aparato técnico y personal, que por lo demás debe ser considerado en cada uno de sus detalles como parte del mecanismo económico de selección. A ello debe agregarse el acuerdo o por lo menos la común determinación de los dirigentes ejecutivos de no producir o admitir nada que no se asemeje a sus propias mesas, a su concepto de consumidores y sobre todo a ellos mismos.
Si la tendencia social objetiva de la época se encarna en las intenciones subjetivas de los dirigentes supremos, éstos pertenecen por su origen a los sectores más poderosos de la industria. Los monopolios culturales son, en relación con ellos, débiles y dependientes. Deben apresurarse a satisfacer a los verdaderamente poderosos, para que su esfera en la sociedad de masas -cuyo particular carácter de mercancía tiene ya demasiada relación con el liberalismo acogedor y con los intelectuales judíos- no corra peligro. La dependencia de la más poderosa sociedad de radiofonía respecto a la industria eléctrica o la del cine respecto a la de las construcciones navales, delimita la entera esfera, cuyos sectores aislados están económicamente cointeresados y son interdependientes. Todo está tan estrechamente próximo que la concentración del espíritu alcanza un volumen que le permite traspasar los confines de las diversas empresas y de los diversos sectores técnicos. La unidad desprejuiciada de la industria cultural confirma la unidad -en formación- de la política. Las distinciones enfáticas, como aquellas entre films de tipo a y b o entre las historias de semanarios de distinto precio, no están fundadas en la realidad, sino que sirven más bien para clasificar y organizar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio. Para todos hay algo previsto, a fin de que nadie pueda escapar; las diferencias son acuñadas y difundidas artificialmente. El hecho de ofrecer al público una jerarquía de cualidades en serie sirve sólo para la cuantificación más completa. Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level determinado en forma anticipada por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos de masa que ha sido preparada para su tipo. Reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de las oficinas administrativas (que no se distinguen prácticamente más de las de propaganda) en grupos según los ingresos, en campos rosados, verdes y azules.
El esquematismo del procedimiento se manifiesta en que al fin los productos mecánicamente diferenciados se revelan como iguales. El que las diferencias entre la serie Chrysler y la serie General Motors son sustancialmente ilusorias es cosa que saben incluso los niños que se enloquecen por ellas. Los precios y las desventajas discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia de competencia y de posibilidad de elección. Las cosas no son distintas en lo que concierne a las producciones de la Warner Brothers y de la Metro Goldwin Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y menos caros de la colección de modelos de una misma firma, las diferencias se reproducen más: en los automóviles no pasan de variantes en el número de cilindros, en el volumen, en la novedad de los gadgets; en los films se limitan a diferencias en el número de divos, en el despliegue de medios técnicos, mano de obra, trajes y decorados, en el empleo de nuevas fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor consiste en la dosis de conspicuous production, de inversión exhibida. Las diferencias de valor preestablecidas por la industrial cultural no tienen nada que ver con diferencias objetivas, con el significado de los productos. También los medios técnicos tienden
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