Practica Pedagogica
didacticosipes2 de Julio de 2014
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Carli, S. (Comp.) y otros. De la familia a la escuela. Infancia, socialización y subjetividad. Editorial Santillana. 1999
(Ficha Bibliográfica)
Capítulo I
La infancia como construcción social
(Carli, S.)
Los niños por venir
El historiador francés Jean-Louis Flandrin, alude que la infancia se convirtió en un objeto emblemático del siglo XX fijado por los saberes de distintas disciplinas, capturado por dispositivos institucionales, proyectado hacia el futuro por las políticas del Estado y transformado en metáfora de utopías sociales y pedagógicas.
Sin embargo, la constitución de la niñez como sujeto sólo puede analizarse en la tensión estrecha que se produce entre la intervención adulta y la experiencia del niño, entre lo que se ha denominado la construcción social de la infancia y la historia irrepetible de cada niño, entre las regularidades que marcan el horizonte común que una sociedad construye para la generación infantil en una época y las trayectorias individuales.
La mirada de los historiadores de la infancia, ha estado centrada en el relato de los procesos por los cuales, a partir de la modernidad, la infancia adquirió un status propio como edad diferenciada de la adultez, en cómo el niño se convirtió en objeto de inversión, en heredero de un porvenir. La mirada de los psicoanalistas en cambio ha estado atenta a la singularidad del niño, ha focalizado la temporalización de la subjetividad para leer y analizar las articulaciones complejas que se tejen en la historia infantil con la histórica-social.
Las nuevas formas de la experiencia social, en un contexto de redefinición de las políticas públicas, de las lógicas familiares y de los sistemas educativos, están modificando en forma inédita las condiciones en las cuales se construye la identidad de los niños y transcurren las infancias de las nuevas generaciones.
Los estudios sistemáticos, tales como los testimonios cotidianos, coinciden en destacar esta mutación de la experiencia infantil que conmueve a padres y maestros, seduce al mercado e intentan explicar los especialistas. Si bien no es posible hablar de “la” infancia, sino que “las” infancias refieren siempre a tránsitos múltiples, diferentes y cada vez más afectados por la desigualdad, es posible situar algunos procesos globales y comunes que la atraviesan.
Esa mutación se caracteriza, por el impacto de la diferenciación de las estructuras y de las lógicas familiares, de las políticas neoliberales que redefinen el sentido político y social de la población infantil para los estados-naciones, de la incidencia creciente del mercado y de los medios masivos de comunicación en la vida cotidiana infantil, y de las transformaciones culturales que afectan la escolaridad pública y que convierten la vieja imagen del alumno en pieza de museo.
Esta situación estructural, que distingue la mirada y la experiencia de las edades, se agudiza en las últimas décadas, ante la impugnación de las tradiciones culturales, la pérdida de certezas y la imposibilidad de prever horizontes futuros. Desde la problemática del medio ambiente hasta los fenómenos en el campo de lo genético, todo indica transformaciones aceleradas que impactan sobre el registro temporal de las generaciones. Estos fenómenos hacen que la frontera construida históricamente bajo la regulación familiar, escolar y estatal para establecer una distancia entre adultos y niños, y entre sus universos simbólicos, ya no resulte eficaz para separar los territorios de la edad.
Algunos autores sostienen que los medios masivos de comunicación barrieron con el concepto de infancia construido por la escuela. Postman, llega a sostener la “desaparición de la infancia” de este artefacto social creado en el Renacimiento, a partir de la erosión, provocada por los mass media, de la línea divisoria entre la infancia y la adultez. Afirma que asó como los medios gráficos crearon a la infancia, los electrónicos la están expulsando o haciendo desaparecer, al modificar las formas de acceso a la información y al conocimiento.
Los cambios en la esfera mundial provocados por la expansión planetaria de los medios y las tecnologías a partir de los años 50 han favorecido una mayor distancia cultural entre las generaciones.
El borramiento de las diferencias entre niños y adultos no es sólo un fenómeno cultural provocado por el impacto del universo audiovisual, sino que también puede explorarse en el terreno social. La vida cotidiana de amplios sectores de niños no se distingue de la de los adultos en la medida en que comparten cuerpo a cuerpo la lucha por la supervivencia. El trabajo infantil, los chicos de la calle, el delito infantil, son fenómenos que indican experiencias de autonomía temprana, una adultización notoria y una ausencia de infancia, nada inéditos América Latina. La pobreza, la marginación y la explotación social reúnen a las generaciones en un horizonte de exclusión social que no registra diferencias por edad.
Sea por efecto de la globalización del mercado y del impacto cultural del consumo a nuevas edades o por la exclusión social que afecta a ambos sectores, o por sus efectos combinados, el borramiento de las diferencias, entre niños y adultos no nos permite afirmar en forma terminante que la infancia desaparece. Se puede argumentar en este sentido que los medios, y el mercado que se organiza en torno a ellos como potenciales consumidores, han fundado una “cultura infantil”, con el mismo impacto que tuvieron en la conformación de una cultura juvenil global a partir de la segunda posguerra.
Lo que sucede es que las infancias se configuran con nuevos rasgos en sociedades caracterizadas, entre otros fenómenos, por la incertidumbre frente al futuro, por la caducidad de nuestras representaciones sobre ellas y por el desentendimiento de los adultos, pero también por las dificultades de dar forma a un nuevo imaginario sobre la infancia.
“Desaparecer”, alude a “ocultarse, quitarse de la vista”, parecería que el debate contemporáneo invita a volver a ponerlos a la vista, a volver a construir una mirada de los cuerpos y de las almas de nuestros niños, ésos tan obvios y tan naturalizados, tan dados por constituidos en las instituciones. Se carece no de niños, sino de un discurso adulto que le oferte sentidos para un tiempo de infancia que está aconteciendo en nuevas condiciones históricas, para niños que son a la vez ciudadanos del mundo y objeto de exterminio. Y en un mundo en el que los adultos deben redefinir su propia ubicación en una sociedad compleja.
El niño como sujeto en crecimiento
Si se admite que la infancia es una construcción social, el tiempo de la infancia es posible si hay, en primer lugar, prolongación de la vida en el imaginario de una sociedad. Esto supone que pensar la infancia implica la posibilidad de que el niño devenga un sujeto social que permanezca vivo, que pueda imaginarse en el futuro, que llegue a tener historia. Esto remite a un debate social acerca de lo que Arendt denomina “actitud hacia la natalidad” entendiendo por ello el hecho de que “todos hemos venido al mundo al nacer y de que este mundo se renueva sin cesar a través de los nacimientos”. Actitud frente a lo nuevo que nace al mundo y que compromete a los adultos a una transmisión del sentido propio de ese mundo.
Afirmar la continuidad de la vida no implica, sostener una visión naturalista que ate la noción de niño a su status biológico, sino seguir valorando simbólicamente la dimensión vital del crecimiento del niño, y de su proyección hacia el futuro.
Los acelerados cambios científicos-tecnológicos que incluyen las nuevas condiciones para la procreación y el nacimiento, los reposicionamientos de los adultos frente a horizontes de desempeño y exclusión, con el consecuente impacto sobre las prácticas de crianza y de educación, de transmisión, y la ruptura cultural de los lazos intergeneracionales y sociales, inciden en el sentido de la vida que la sociedad modula.
La posibilidad de este tiempo de infancia requiere pensar en un tiempo de vínculo entre adultos y niños en el que la erosión de las diferencias y de .las distancias, no devenga obstáculo epistemológico o material para la configuración de una nueva mirada pedagógica que permita la construcción de otra posición del adulto educador. Desafío para una voluntad educativa que respete el “derecho al crecimiento” entendiéndolo como “la posibilidad de experimentar los límites-sean esos de naturaleza social, intelectual o personal, no como prisiones o estereotipos, sino como puntos de tensión que condensan el pasado y que se abren hacia futuros posibles”. Derecho que es condición de lo que denomina “la confianza”, a la que se suman el derecho a la inclusión y el derecho a la participación.
Tal como señala Freud, la brecha entre nuestra memoria de infancia, siempre atravesada por la represión y por la amnesia, y el presente de los niños debería dejar de ser motivo de repetición y de una nostalgia conservadora para convertirse en argumento para restituir a niños y educadores una nueva condición de sujetos.
Infancia y modernidad ¿Se perdió algo?
Al admitir la aparente extinción de la infancia moderna, se parte de un supuesto y de la constatación de una pérdida. Ese supuesto es el que indica que esa infancia tuvo un status histórico y que la crisis de la modernidad barrió con ella.
Es importante destacar que en los proyectos de la modernidad europea y latinoamericana la educación de la niñez fue una de las estrategias nodales para la
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