El paraguas verde
Lorena MachadoTarea12 de Marzo de 2017
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El paraguas verde
Tener cinco años de edad, puede no ser mucho tiempo para vivir y soñar, para Gabrielita, una niña que crece en una familia de cuatro hermanas, ella la mayor, sus padres y el inmenso amor de dos seres que eran sus padrinos, decidieron muchos aspectos importantes en su vida. Su deseo de ver más allá de donde sus sentidos la llevaban, le permitió descubrir que de la fantasía a la realidad hay un sólo paso, lo que a veces creemos imposible, se puede lograr con la fuerza del corazón.
Todos los momentos que recordamos de nuestra niñez, agradables o no, son como las piezas de un inmenso rompecabezas que nosotros no podemos perder de vista, porque tienen un significado que en la edad adulta nos ayudará a encontrar nuevos caminos y salidas. La imaginación y la fantasía, son como dos alas que nos hacen libres para que nuestros sueños puedan materializarse y permitirnos vivir con la alegría y la convicción necesarias para ser felices.
El mar
Gabrielita asomada al borde de la fuente, cree ver el mar. Un chorro de agua fuerte se levanta y eleva en la mitad, y miles de luces de colores tiñen el agua profunda y oscura. Tomada de la mano de su madrina Ana, una señora robusta y de baja estatura que siempre tiene dibujada en su rostro una gran sonrisa, permanece extasiada mucho rato, soñando que en algún momento podrá ver algún pez gigante que salte del agua por encima del gran chorro... De repente, un hermoso delfín vestido de luces de colores emerge del agua y cae muy cerca del borde donde Gabrielita se encuentra, las gotas de agua le salpican la cara haciéndole cosquillas, el delfín se acerca a la niña, y regalándole un paraguas verde desaparece en medio de la fuente.
-Es hora de irnos -dice su padrino Rogelio, un hombre alto, fuerte y robusto, que viste siempre de paño y usa un sombrero negro de fieltro que le cubre el cabello lacio y oscuro que lleva peinado hacia atrás. Se suben al taxi que él conduce para regresar a casa.
La casa
Ubicada en el centro de la ciudad. Viven en el primer piso y allí mismo funcionan una cafetería y un taller de panadería. La cafetería modesta, unas sillas y mesas metálicas, estanterías, vitrinas y un enfriador. La casa de dos habitaciones, una cocina que funciona debajo de las gradas del segundo piso, y al final de la casa, el taller de panadería, el lugar donde Gabrielita pasa largas horas, deleitándose con el olor de las esencias, la mantequilla, y el delicioso aroma del pan recién salido del horno. Gabrielita sigue atenta todo el proceso, desde el momento en el que el panadero y sus ayudantes reciben los bultos de harina sobre sus hombros y sus brazos, hasta que sus rostros van quedando cubiertos por una fina película de harina que los hace ver bastante graciosos. Las estanterías donde reposan inmensos frascos de vidrio que contienen grajeas de colores y plateadas que luego descansan cómodamente sobre merengues de azúcar, esponjosos y blancos, que al igual que inmensos nevados cubrirán la cima de los más exquisitos pasteles. El azúcar rosada también es parte de este carnaval de colores y sabores que hace desfilar los productos con los más exóticos nombres: brazos de reina, lenguas azucaradas, galletas de ajedrez, borrachos, pan de trenza...
Llega el momento en el que la harina, el agua, la levadura y la mantequilla se mezclan formando una gran masa que debe dejarse reposar para que crezca -dice el panadero. Al escuchar esto, Gabrielita se imagina que esa gran masa se resbala por el mesón y llega hasta el suelo, y deslizándose hasta donde ella se encuentra la arrastra y la eleva por encima de las máquinas que se encargan de estirarla hasta convertirla en una larga y flexible banda de masa, Gabrielita ahora puede sentir que sus brazos, piernas y cuello, se estiran y se estiran, hasta fluír entre los frascos de grajeas, se bañan en la esencia de vainilla, se resbalan en la mantequilla y crecen ante el contacto con la levadura. A lo lejos, Gabrielita observa la moldadora de pan, una máquina que divide la masa en pequeñas porciones y les da la forma para luego ser llevadas al horno. De repente, el paraguas verde la eleva por los aires y la separa de la masa que sigue descansando en el mesón, haciéndose más suave y esponjosa cada vez. Escucha el llamado de su madrina: -¡Vamos!, es hora de comer, porque después iremos al Teatro Colón.
Las personas que viven en la pared
Rogelio se acerca a un cuarto muy pequeño y Gabrielita observa cómo la muchacha que está dentro, a través de una ventanilla, le entrega a su padrino tres tirillas de papel. Camina muy cerca de ellos, el lugar está organizado de tal manera que las sillas, acomodadas en filas, muy juiciosas unas detrás de otras, guardan la distancia y esperan ansiosas a ser ocupadas. Los tres se sientan muy cerca a una gran pared blanca que se encuentra vacía y no da indicios de nada.
Depronto todas las luces del lugar se apagan y como por arte de magia, la figura de un hombre bastante pintoresco, aparece en la pared y mira fijamente a Gabrielita sin decir ni una sola palabra. Sus movimientos son rápidos, a una velocidad extraña, y solamente el blanco y el negro tiñen su cuerpo y todo lo que lo rodea, como si lo hubieran sometido a una fuerte decoloración. Debe limpiar el piso de un gran edificio, pero sus movimientos torpes hacen que bote el agua que tiene en un balde que usa para enjuagar el trapero con el que debe limpiarlo. La acción se repite una y otra vez, de la pared sale una mujer que empieza a llamar su atención coqueteándole hasta lograr que el hombre deje de lado su tarea para atenderla. Poco a poco se van sumando más personas que impiden que el hombre realice su trabajo. Algo asombroso ocurre, el hombre aparece bajo la lluvia llevando un paraguas blanco y negro, hace un gesto de invitación a Gabrielita para que lo acompañe y ella se ve de pronto en una calle adoquinada, caminando al lado del hombre de la pared, que lleva unos zapatos viejos con un agujero en la punta, por donde se asoma el dedo gordo del pie. La toma de la mano e inicia una caminata bastante particular, que poco a poco, a esa extraña velocidad, se va convirtiendo en un baile muy divertido que hace que el corazón de Gabrielita se acelere y sus pulsaciones marchen al compás de este ritmo.
Los edificios, los parques, las casas, los carros, un perro que cruza la calle y las personas que se encuentran están en blanco y negro. Llegan hasta un lugar que a ella le parece bastante conocido, sí, es el parque donde varias veces ha estado con sus padrinos, y allí... está el mar que Gabrielita ha visitado muchas noches. Las luces se encienden y el chorro de agua brota majestuoso e imponente y nuevamente el paraguas verde vuela por los aires para posarse en las manos de la niña y la lleva por el aire, encima de los techos y tejados hasta llegar a su casa y suavemente la deja sobre la cama. Su madrina la cobija, le da un beso en la frente, y le dice muy bajito: -Te quedaste dormida en el teatro, que descanses, hasta mañana, y que Dios te bendiga.
El olor a mango maduro
Es domingo por la mañana, y los tres se disponen a salir a la plaza de mercado. Después de un corto recorrido a pie, llegan a un sitio donde hay mucho movimiento. Las mujeres con sus canastos van llenándolos con productos que compran en diferentes lugares, después de regatear el precio, algunos hombres bajan de unos carros pequeños que el padrino de Gabrielita llama Jeeps, unos bultos muy pesados que transportan sobre sus hombros o espalda, para luego descargarlos en los puestos o carretas. Con sus escasos 1.20 m. de estatura, los ojos de la niña se pierden en un horizonte de corazones amarillos y rosa que pareciera no tener fin. Su nariz se embriaga con el dulce néctar de los mangos maduros o mangos de azúcar, como los llama su madrina Ana. Compran una bolsa repleta y ante el antojo dibujado en el rostro de la niña, le piden al vendedor les lave uno y se lo entregan a la niña. Apetitosamente lo lleva hasta su boca y cuando está a punto de morderlo, descubre que el mango le sonríe, la saluda amablemente y la lleva hasta la carreta, donde otros mangos, entre maduros y pintones, se apretujan y luchan por sobresalir para saludar a la niña. Calientan sus voces con ejercicios vocales, como si hicieran parte de un gran coro y se prepararan para una función muy importante. Uno de ellos, que parece ser el director, se adelanta y ante un movimiento de su batuta, se empiezan a escuchar las más hermosas voces. Entre sopranos, contraltos, tenores y bajos, la canción se deja escuchar:
Gabrielita tan Feliz,
la que sueña con amar
y que un delfín le regaló
un paraguas verde mar.
Entre esencias y grajeas
que parecen no acabar,
de la gama de colores,
al blanco y negro viene y va.
Despertar más sensaciones
es tarea de no aplazar;
mangos maduros de azúcar,
es hora de trabajar.
Visita a la modista
La madrina de Gabrielita quiere mandarle a hacer un vestido y le compra una pieza de tela, o como ella lo llama, un corte; es un satín verde oscuro, brillante, que hace ver más oscura su piel. La niña observa detenidamente la tela, pasa sus pequeñas manos que se deslizan y acerca su nariz para sentir el olor a nuevo. Visitan a la modista que vive en un barrio bastante retirado de la casa, en una casa cuya puerta termina muy por debajo del nivel de la calle. La señora Ana toca la puerta delicadamente, y una mujer delgada, de estatura mediana, piel clara y pálida y con un rostro muy triste, abre la puerta, saluda y muy gentilmente las invita a pasar. Una vez acomodadas en un sillón amplio y confortable, les entrega unos figurines de modas, que Gabrielita y su madrina empiezan a ojear. Por fin se deciden por un modelo de mangas bombachas, entallado en la cintura y con una cinta que se anuda en la parte de atrás sobre la falda. La señora Aurelia, que así se llama la modista, saca un cuaderno, un metro y muy concentrada en su tarea, toma las medidas de Gabrielita para anotarlas en el cuaderno. Ana y Aurelia acuerdan la fecha para la prueba, la entrega y el precio de la costura.
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