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Historia De La Locura

stevenloco31 de Mayo de 2014

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Historia de la locura en la época clásica I

por MICHEL FOUCAULT Traducción de Juan José Utrilla

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Primera edición en francés, 1964 Segunda edición en francés, 1972 Primera edición en español (FCE, México), 1967 Segunda reimpresión (FCE, Colombia), 1998 Título original: Histoire de la folie à l'âge classique D. R. © 1964, Plon, Paris D. R. © 1972, Editions Gallimard, Paris D. R. © 1967, Fondo de Cultura Económica D. R. © 1986, Fondo de Cultura Económica, S. A. de C. V. Avenida de la Universidad 975; 03100, México, D. F. D. R. © 1993, Fondo de Cultura Económica Ltda. Carrera 16 No. 80-18, Santafé de Bogotá, D. C. ISBN 958-9093-84-I (Obra completa) ISBN 958-9093-85-X (volumen I) Impreso en Colombia

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PRÓLOGO Para este libro ya viejo debería yo escribir un nuevo prólogo. Mas confieso que la idea me desagrada, pues, por más que yo hiciera, no dejaría de querer justificarlo por lo que era y de reinscribirlo, hasta donde pudiera, en lo que acontece hoy. Posible o no, hábil o no, eso no sería honrado. Sobre todo, no sería conforme a como, en relación a un libro, debe ser la reserva de quien lo ha escrito. Se produce un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manuable. Desde entonces, es arrastrado a un incesante juego de repeticiones; sus "dobles", a su alrededor y muy lejos de él, se ponen a pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar por él, que, según se cree, lo contienen casi por entero y en los cuales finalmente, le ocurre que encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan, otros discursos donde finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se había negado a decir, librarse de lo que ostentosamente simulaba ser. La reedición en otro momento, en otro lugar es también uno de tales dobles: ni completa simulación ni completa identidad. Grande es la tentación, para quien escribe el libro, de imponer su ley a toda esa profusión de simulacros, de prescribirles una forma, de darles una identidad, de imponerles una marca que dé a todos cierto valor constante. "Yo soy el autor: mirad mi rostro o mi perfil; esto es a lo que deben parecerse todas esas figuras calcadas que van a circular con mi nombre; aquellas que se le aparten no valdrán nada; y es por su grado de parecido como podréis juzgar del valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, el equilibrio de todos esos dobles míos. " Así se escribe el prólogo, primer acto por el cual empieza a establecerse la monarquía del autor, declaración de tiranía: mi intención debe ser vuestro precepto, plegaréis vuestra lectura, vuestros análisis, vuestras críticas, a lo que yo he querido hacer. Comprended bien mi modestia: cuando hablo de los límites de mi empresa, mi intención es reducir vuestra libertad; y si proclamo mi convicción de no haber estado a la altura de mi tarea, es porque no quiero dejaros el privilegio de oponer a mi libro el fantasma de otro, muy cercano a él, pero más bello. Yo soy el monarca de las cosas que he dicho y ejerzo sobre ellas un imperio eminente: el de mi intención y el del sentido que he deseado darles. Yo quiero que un libro, al menos del lado de quien lo ha escrito, no sea más que las frases de que está hecho; que no se desdoble en el prólogo, ese primer simulacro de sí mismo, que pretende imponer su ley a todos los que, en el futuro, podrían formarse a partir de él. Quiero que este objeto- acontecimiento, casi imperceptible entre tantos otros, se re-copie, se fragmente, se repita, se imite, se desdoble y finalmente desaparezca sin que aquel a quien le tocó producirlo pueda jamás reivindicar el derecho de ser su amo, de imponer lo que debe decir, ni de decir lo que debe ser. En suma, quiero que un libro no se dé a sí mismo ese estatuto de texto al cual bien sabrán reducirlo la pedagogía y la crítica; pero que no tenga el desparpajo de presentarse como discurso: a la vez batalla y arma, estrategia y choque, lucha y trofeo o herida, coyuntura y vestigios, cita irregular y escena respetable. Por eso, a la demanda que se me ha hecho de escribir un nuevo prólogo para este libro reeditado, sólo he podido responder una cosa: suprimamos el antiguo. Eso sería lo honrado. No tratemos de justificar este viejo libro, ni de re-inscribirlo en el presente; la serie de acontecimientos a los cuales concierne y que son su verdadera ley está lejos de haberse cerrado. En cuanto a novedad, no finjamos descubrirla en él, como una reserva secreta, como una riqueza antes inadvertida: sólo está hecha de las cosas que se han dicho acerca de él, y de los

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acontecimientos a que ha sido arrastrado. Me contentaré con añadir dos textos: uno, ya publicado, en el cual comento una frase que dije un poco a ciegas: "la locura, la falta de obra"; el otro inédito en Francia, en el cual trato de contestar a una notable crítica de Derrida. —Pero ¡usted acaba de hacer un prólogo! —Por lo menos es breve MlCHEL FOUCAULT

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PRIMERA PARTE

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I. "STULTIFERA NAVIS" Al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las márgenes de la comunidad, en las puertas de las ciudades, se abren terrenos, como grandes playas, en los cuales ya no acecha la enfermedad, la cual, sin embargo, los ha dejado estériles e inhabitables por mucho tiempo. Durante siglos, estas extensiones pertenecerán a lo inhumano. Del siglo XIV al XVII, van a esperar y a solicitar por medio de extraños encantamientos una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de purificación y de exclusión. Desde la Alta Edad Media, hasta el mismo fin de las Cruzadas, los leprosarios habían multiplicado sobre toda la superficie de Europa sus ciudades malditas. Según Mateo de París, había hasta 19 mil en toda la Cristiandad. 1En todo caso, hacia 1266, en la época en que Luis VIII estableció en Francia el reglamento de leprosarios, se hace un censo y son más de 2 mil. Hubo 43 leprosarios solamente en la diócesis de París: se contaban entre ellos Burg-le-Reine, Corbeil, Saint- Valère, y el siniestro Champ-Pourri; estaba también Charenton. Los dos más grandes se encontraban en la inmediata proximidad de París y eran Saint- Germain y Saint-Lazare: 2volveremos a encontrar su nombre en la historia de otra enfermedad. Después del siglo XV se hace el vacío en todas partes; Saint- Germain, desde el siguiente siglo, se vuelve una correccional para muchachas; y antes de que llegue San Vicente, ya no queda en Saint-Lazare más que un solo leproso, "el señor de Langlois, abogado en la corte civil". El leprosario de Nancy, que figura entre los más grandes de Europa, cuenta solamente con cuatro enfermos durante la regencia de María de Médicis. Según las Mémoires de Catel, existían 29 hospitales en Tolosa hacia el fin de la Edad Media, de los cuales siete eran leprosarios; pero a principios del siglo XVII se mencionan tres solamente: Saint-Cyprien, Arnaud-Bernard y Saint-Michel. 3Se celebra con gusto la desaparición de la lepra: en 1635 los habitantes de Reims hacen una procesión solemne para dar gracias a Dios por haber librado a la ciudad de aquel azote. 4 Desde hacía ya un siglo, el poder real había emprendido el control y la reorganización de la inmensa fortuna que representaban los bienes inmuebles de las leproserías; por medio de una ordenanza del 19 de diciembre de 1543, Francisco I había ordenado que se hiciera un censo y un inventario "para remediar el gran desorden que existía entonces en los leprosarios"; a su vez, Enrique IV prescribió en un edicto de 1606 una revisión de cuentas, y afectó "los dineros que se conseguirían en esta búsqueda al mantenimiento de gentiles- hombres pobres y soldados baldados". El 24 de octubre de 1612 se vuelve a ordenar el mismo control, pero esta vez se decide que se utilicen los ingresos excesivos para dar de comer a los pobres. 5 En realidad, la cuestión de los leprosarios no se arregló en Francia antes del fin del siglo XVII, y la importancia económica del problema suscitó más de un conflicto. ¿No existían aún, en el año de 1677, 44 leprosarios solamente en la provincia del Delfinado?6 El 20 de febrero de 1672, Luis XIV otorga a las órdenes de San Lázaro y del Monte Carmelo los bienes de todas las órdenes hospitalarias

1 Citado en Collet, Vie de Saint Vincent de Paul, 1. París, 1818, p. 293. 2 Cf. J. Lebeuf, Histoire de la ville et de tout le diocèse de Paris, Paris, 1754-1758. 3 Citado en H. M. Fay, Lépreux et cagots du Sud-Ouest, París, 1910, p. 285. 4 P.-A. Hildenfinger, La Léproserie de Reims du XIIe au XVIIE siècle, Reims, 1906, p. 233. 5 Delamare, Traité de Police, París, 1738, t. I, pp. 637-639. 6 Valvonnais, Histoire du Dauphiné, t. II, p. 171.

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y militares; se les encarga administrar los leprosarios del reino. 7Unos veinte años más tarde se revoca el edicto de 1672 y por una serie de medidas escalonadas, de marzo de 1693 a julio de 1695, los bienes de los leprosarios deberán afectarse en adelante a los otros hospitales y establecimientos de asistencia. Los pocos leprosos dispersos aún en las 1200 casas que todavía existen, serán reunidos en Saint-Mesmin, cerca de Orleáns. 8Estas prescripciones se aplican primeramente en París, donde el Parlamento transfiere los ingresos en cuestión al Hôpital Général: el ejemplo es imitado por las jurisdicciones provinciales; Tolosa afecta los bienes de

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