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HISTORIA DE LA LOCURA EN LA EPOCA CLASICA


Enviado por   •  6 de Febrero de 2019  •  Resúmenes  •  5.580 Palabras (23 Páginas)  •  147 Visitas

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HISTORIA DE LA LOCURA EN LA EPOCA CLASICA: TOMO III

INTRODUCCIÓN

Veremos puntos importantes de los temas El gran miedo, La nueva separación, El buen uso de la libertad, El nacimiento del asilo y El circulo antropológico.

Como el miedo vuelve a resurgir, como la sociedad es que vuelve a decir que una persona está loca, pero ahora en una sociedad diferente, una que dice que la locura es contagiosa y puede estar en todas partes, como es que nacen los asilos y quienes eran los que debían entrar como las reglas que tenían.

Mediante las leyendas o mitos de TUKE y PINEL, que son dos ideas diferentes podremos leer como uno decía, a un que la locura podría ser tratada solamente en las creencias y la religión; y por otro lado esta como es que la entrada de la medicina entra para evaluar a los enfermos y así no haya una mezcla entre enfermos y crimines o delincuentes.

Los primeros tratamientos que eran basados en cambios de conducta y sobre como la sociedad los veía, la aparición de la Psiquiatría, que, aunque no lo dice muy claro nos da la idea por la forma en que son tratados los enfermos, y sobre todo que no cualquier persona puede dar un dictamen que está enfermo debe ser uno que tenga una certificación que sería como un título en la época actual.

RESUMEN

En el siglo XVIII no podía entender exactamente el sentido de El Sobrino de Rameau. Pero lo que el siglo XVIII percibe primeramente es solamente la renegación de la sociedad de la sinrazón la cual reaparece cargada de nuevos peligros, como dotada de otro poder para provocar duda. La sinrazón reaparece como tipo, lo que no es mucho; pero reaparece de cualquier manera, y lentamente vuelve a ocupar su lugar en la familiaridad del paisaje social. Diez años antes de la Revolución, volverá Mercier a encontrarla allí, sin mayor extrañeza. Bruscamente, en sólo unos años y a mediados del siglo XVIII, surge un miedo, se habla de las fiebres de las prisiones Muchos de estos lugares de confinamiento han sido construidos en los mismos sitios donde antaño se hallaban los leprosos; se diría que, a pesar del transcurso de los siglos, los nuevos pensionarios se han contagiado. Vuelven a tomar el blasón y el significado que habían sido propios de estos lugares. El mal que se había intentado excluir por medio del confinamiento reaparece, para el gran espanto del público, bajo un aspecto fantástico. Se ve nacer y ramificarse en todos sentidos un mal que es un conjunto físico y moral, y que abarca, en su indeterminación, oscuros poderes de corrosión y de horror. Reina entonces una especie de imagen diferenciada de la "podredumbre", que concierne tanto a la corrupción de las costumbres como a la descomposición de la carne, y a la cual se ordenan la repugnancia y la piedad que se siente por los internados. El agente sensible de esta epidemia es el aire, ese aire al que se califica de "viciado"  Mucho antes de que sea formulado el problema de saber en qué medida lo irrazonable es patológico, se había formado, en el espacio del confinamiento y por una alquimia que le era propia, una mezcla entre el horror de la sinrazón y las viejas obsesiones de la enfermedad.

El gran movimiento de reforma que se desarrollará en la segunda mitad del siglo XVIII tiene allí sus primeros orígenes: reducir la contaminación, destruyendo las impurezas y los vapores, apaciguando las fermentaciones, impedir que los males y el mal vicien el aire y extiendan el contagio a través de la atmósfera de las ciudades. El hospital, la casa de fuerza, todos los lugares de confinamiento deben ser mayormente aislados y rodeados de un aire más puro: hay en esta época toda una literatura de la ventilación de los hospitales, que rodea de lejos el problema médico del contagio y que se refiere principalmente a los temas de comunicación moral. Tales son los proyectos por medio de los cuales la moral, en complicidad con la medicina, trata de defenderse de los peligros contenidos, pero mal guardados por el confinamiento. La moral sueña con conjurarlos; pero hay algo en el hombre que sueña que lo impele a vivirlos, a aproximarse a ellos por lo menos y a liberar sus fantasmas. Durante mucho tiempo estas visiones merodearán insistentemente en las últimas tardes del siglo XVIII. Por un instante, serán iluminadas por la luz despiadada de la obra de Sade, y colocadas por ella en la rigurosa geometría del Deseo. Lo que el clasicismo había encerrado no era solamente una sinrazón abstracta donde se confundían locos y libertinos, enfermos y criminales, sino también una prodigiosa reserva de fantasía, un mundo dormido de monstruos, a los que se creía devorados por aquella noche de Jerónimo Bosch, que una vez los había proferido. Se diría que las fortalezas del confinamiento habían agregado a su papel social de segregación y de purificación una función cultural totalmente opuesta. El gran conflicto cósmico, cuyas peripecias había revelado el insensato en el siglo XV y en el XVI, se ha desplazado hasta llegar a ser, en el extremó final del clasicismo, la dialéctica sin mediación del corazón. El sadismo no es el nombre que se da finalmente a una práctica tan vieja como el eros; es un hecho cultural de masas, que ha aparecido precisamente a finales del siglo XVIII, y que constituye una de las más grandes transformaciones de la imaginación occidental; la sinrazón convertida en delirio del corazón, locura del deseo, diálogo insensato entre, el amor y la muerte en la presunción sin límites del apetito. La aparición del sadismo se sitúa en el momento en que la sinrazón, encerrada desde hace un siglo y reducida al silencio, reaparece, no ya como figura del mundo, ni tampoco como imagen, sino como discurso y deseo.

En la época clásica, la conciencia de la locura y la conciencia de la sinrazón casi no se había separado la una de la otra. La experiencia de la sinrazón que había guiado todas las prácticas del confinamiento abarcaba de tal manera a la conciencia de la locura que la hacía desaparecer, o poco le faltaba, o por lo menos la arrastraba sobre un camino de regresión, donde estaba cerca de perder lo que tenía de más específico. Pero en la inquietud de la segunda mitad del siglo XVIII, el miedo a la locura crece al mismo tiempo que el terror ante la sinrazón y, por lo mismo, las dos formas de obsesión, apoyadas la una sobre la otra, no cesan de cobrar fuerza. Es conocida la inquietud que originan las "enfermedades de los nervios", y con el avance del siglo, la preocupación se vuelve más apremiante y las advertencias más solemnes. En la época de Tissot, esta impresión general es ya una creencia firme, una especie de dogma médico: las enfermedades nerviosas "eran bastante menos frecuentes de lo que son hoy día; esto, por dos razones: una que los hombres eran en general más robustos y se enfermaban más raramente; había menos enfermedades de cualquier clase; la otra, que las causas que producen las enfermedades nerviosas en particular, se han multiplicado desde hace algún tiempo en mayor proporción que las otras causas de las enfermedades en general, de las cuales, algunas, incluso, tienden a disminuir. La obsesión de la sinrazón es afectiva y surge, casi por completo, del movimiento de las resurrecciones imaginarias. El miedo a la locura es mucho más libre en relación con esa herencia; y mientras que el retorno de la sinrazón aparece como una repetición en masa que ha vuelto a encontrarse a sí misma por encima del tiempo, la conciencia de la locura va acompañada, al contrario, por cierto, análisis de la modernidad, que la sitúa, desde el principio, dentro de un cuadro temporal, histórico y social.

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