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El Dunde Verde


Enviado por   •  20 de Abril de 2014  •  5.791 Palabras (24 Páginas)  •  265 Visitas

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mismafacilidad. Llegamos a la estación en pleno descampado, y allí nosquedamos. No había nadie esperándonos. como nos había advertido el revisor, no se veía una solacasa. Solos en plena noche, lejos de todo indicio de civilización,

36. nos despedimos con la mano del revisor, que estaba en elpeldaño de la portezuela del tren, cogido con una mano ydiciéndonos adiós con la otra. Su expresión mostraba bien claroque no le hacía ninguna gracia dejar a la «señora Patterson» y sucamada de cuatro niños adormilados esperando allí a quealguien llegara a recogerles en coche. Miré alrededor y no vi másque un tejado mohoso de hojalata sostenido por cuatro postes demadera, y debajo un banco verde desvencijado. Ésta era nuestraestación. No nos sentamos en aquel banco, sino que nos estuvimosallí, en pie, viendo desaparecer el tren en la oscuridad y oyendo suúnico silbido triste que nos llamaba, como deseándonos buenasuerte y felicidad. Estábamos rodeados de prados y campos. Desde los tupidosbosques en el fondo, más allá de la «estación», se oía algo quehacía un ruido extraño. Me sobresalté y di media vuelta para ver loque era, y esto hizo reírse a Christopher. —¡Si no era más que una lechuza! ¿Creíste que era unfantasma? —Vamos, dejad eso —nos advirtió mamá en tono cortante—.Y tampoco tenéis por qué hablar tan bajo. No hay nadie por aquí.Ésta es una comarca campesina, casi no hay más que vacaslecheras. Mirad alrededor. No veréis más que campos de trigo yde cebada, y algo de avena. Los granjeros de por aquí proveende productos agrícolas a la gente rica que vive en la colina. Había muchas colinas, todas ellas parecidas a colchas deremiendos abultadas, con árboles que subían y bajaban comodividiéndolas en parcelas. Centinelas de la noche, los llamé yo,pero mamá nos dijo que todos aquellos árboles, tan numerosos, enfilas rectas, servían de protección contra el viento, y además,contenían los ventisqueros, que aquí eran numerosos. Y estaspalabras eran las más a propósito para que Christopher se sintieramuy excitado, porque le encantaban los deportes de invierno detodas clases y nunca se le había ocurrido pensar que en un Estadodel Sur como Virginia pudieran caer fuertes nevadas. —Sí, desde luego que nieva aquí —explicó mamá—. Yaveréis si nieva. Estamos en las laderas de las Montañas Azules, yaquí llega a hacer mucho, pero que mucho frío, aunque enverano los días suelen ser calurosos. Las noches, sin embargo, sonsiempre bastante frías como para tener que ponerse por lo menosuna manta en la cama. Ahora mismo, si hubiera salido el sol, veríaisqué paisaje más maravilloso, un verdadero disfrute para la vista. Nos queda mucho camino hasta llegar a mi casa, y tenemos

37. que llegar allí antes del amanecer, que es cuando se levantan loscriados. —¡Qué cosa más extraña! —¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué le dijiste al revisor que tellamara señora Patterson? —Cathy, no te lo voy a explicar ahora, no tenemos tiempo;debemos andar deprisa. Se inclinó, para recoger las dos maletas más pesadas, y dijocon voz firme que teníamos que seguirla. Christopher y yo tuvimosque llevar en brazos a los gemelos, que estaban demasiadoadormilados para andar, o siquiera para intentarlo. —Mamá! —grité, cuando hubimos andado unos pasos,—Alrevisor se le olvidó darnos tus dos maletas! —No, no te preocupes, Cathy —replicó mamá, sin aliento,como si con las dos maletas que llevaba bastase para poner aprueba sus fuerzas—. Le dije al revisor que llevase mis dos maletashasta Charlottesville y las dejara allí en consigna para recogerlasyo mañana por la mañana. —¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Christopher, con voztensa. —Pues para empezar, porque ya ves que no podría llevarcuatro maletas yo sola, y, además, porque quiero tener laoportunidad de hablar con mi padre antes de que se entere deque tengo cuatro hijos. Y no parecería normal llegar a casa enplena noche después de quince años de ausencia, ¿no teparece? Parecía razonable, efectivamente, porque, como losgemelos se negaban a andar, la verdad era que ya teníamosbastante con lo que llevábamos. Nos pusimos en marcha, detrásde nuestra madre, por terreno desigual, siguiendo senderosapenas visibles entre rocas y árboles y maleza que nosdesgarraban la ropa. Anduvimos mucho, mucho tiempo. Christopher y yo nos sentíamos cansados, irritables, y losgemelos parecían cada vez más pesados, y llegamos a sentir losbrazos doloridos. Era una aventura que estaba ya empezando aperder emoción. Nos quejamos, gruñimos, nos rezagamos, nossentamos a descansar. Queríamos volver a Gladstone, a nuestrascamas, con nuestras cosas, donde estaríamos mejor que aquí,mejor que en aquella gran casa vieja, con criados y abuelos aquienes ni siquiera conocíamos. —¡Despertad a los gemelos! —ordenó mamá, que habíaacabado por impacientarse de nuestras quejas—. Que se ponganen pie y obligadles a andar, quieran o no.

38. —Murmuró algo inteligible para sus adentros, contra el cuellode piel de la chaqueta, pero que apenas pude captar—. Biensabe Dios que harán bien en andar al aire libre ahora que pueden. Sentí que un escalofrío de miedo me recorría la espalda. Eché una ojeada rápida a mi hermano mayor, para ver sihabía oído, precisamente en el momento en que él volvía lacabeza para mirarme. Me sonrió, y yo le sonreí a mi vez. Mañana, cuando mamá llegase, a una hora razonable, entaxi iría a ver a su padre enfermo y le sonreiría, y le hablaría, y élquedaría encantado, conquistado. Con una sola mirada a su bellorostro y una sola palabra de su voz suave y bella, el ancianotendería los brazos y le perdonaría todo lo que había hecho, loque fuese, y que había sido la causa de su «caída en desgracia». A juzgar por lo que ya nos había contado, su padre era unviejo quisquilloso y raro, porque sesenta y seis años a mí meparecían una vejez increíble. Y un hombre que está al borde de lamuerte no puede guardar rencores contra el único hijo que lequeda, una hija, además, a la que en otros tiempos había queridomuchísimo. Tendría que perdonarla, a fin de poder irse, tranquilo yfelizmente, a la tumba, sabiendo que había hecho lo que debía. Yentonces, una vez que le tuviese dominado, mamá nos haría bajara nosotros al dormitorio, y nosotros, con nuestra mejor ropa ynuestra mejor conducta y maneras, le convenceríamos de que noéramos ni feos ni verdaderamente malos, y nadie, lo que se dicenadie que tuviera corazón, podría no quedar embelesado por losgemelos. Porque la gente de los centros comerciales se deteníapara acariciar a los gemelos y felicitar a nuestra madre por tenerniños tan bonitos. ¡Y ya veríamos en cuanto el abuelo se diesecuenta de lo listo y lo buen estudiante que era Christopher! Y, aúnmás notable, no le hacía falta empollar, como a mí, porque todolo aprendía con facilidad. A

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