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Construccion Social Del Docente

cybermelon24 de Octubre de 2013

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Notas sobre la construcción social del trabajo docente

Emilio Tenti Fanfani

Particularidades del oficio de enseñar

Los docentes, al igual que cualquier otra categoría social, no constituyen una esencia o sustancia que puede ser aprehendida en una definición particular. Su especificidad puede ser definida a partir de la identificación de un conjunto de características cuya combinatoria define su particularidad en cada sociedad y en cada etapa de su desarrollo. De modo que la pregunta genérica “qué es un docente” o “que es la docencia” no son preguntas sociológicamente pertinentes.

En primer lugar, la docencia es un servicio personal, es un trabajo con y sobre los otros y por lo tanto requiere algo más que el dominio y uso de conocimiento técnico racional especializado. El que enseña tiene que invertir en el trabajo su personalidad, emociones, sentimientos y pasiones, con todo lo que ello tiene de estimulante y riesgoso al mismo tiempo. Por otra parte, los que prestan servicios personales en condiciones de copresencia deben dar muestras ciertas que asumen una especie de compromiso ético con los otros, que les interesa su bienestar y su felicidad. El docente debe demostrarle a sus alumnos que él cuida y se ocupa de ellos y que su bienestar presente y futuro le interesa y constituye uno de los motivos (no el único) que lo induce a hacer el trabajo que hace. Este componente ético es un requisito del buen ejercicio de la docencia, en la medida que el trabajo del maestro depende necesariamente de la cooperación del aprendiz. En efecto, el aprendizaje sólo tiene lugar si el aprendiz participa en el proceso. Esta participación es necesaria también en el sistema de prestación de servicios de salud. El paciente también debe cooperar con el equipo médico para encontrar su salud perdida. Pero en el caso de la enseñanza-aprendizaje el imperativo de participación es todavía mayor. De modo que si el docente no logra persuadir y suscitar en sus alumnos cierta confianza y predisposición para el esfuerzo, el aprendizaje no tiene lugar.

Por otro lado, es preciso tener presente que el trabajo del maestro es cada vez más colectivo, en la medida en que los aprendizajes son el resultado no de la intervención de un docente individual sino de un grupo de docentes que en forma diacrónica o sincrónica trabajan con y sobre los mismos alumnos. Pese a esa especie de “fordismo pedagógico” que todavía tiende a dominar en muchas escuelas, es obvio que el tipo de cooperación mecánica y aditiva (lo que hace un maestro se suma a lo que hacen otros) tiene limitaciones insalvables. Por lo tanto, para aumentar la “productividad” del trabajo docente será preciso reconocer que los efectos de la enseñanza sobre los aprendices son estructurales, son el efecto de una relación. Mientras más integrada es la división del trabajo, mejores serán los resultados obtenidos en términos de aprendizajes efectivamente desarrollados. Esta es una tendencia contemporánea que contribuye a redefinir el colectivo docente sobre una base orgánica y no simplemente mecánica y tiene implicaciones no solo en términos de identidad docente, sino también sobre los procesos de formación inicial y permanente de los mismos.

Otra característica distintiva del trabajo docente es que se trata de una actividad especializada a la que le cambian radicalmente los problemas a resolver. En este sentido el contenido del trabajo docente cambia con el tiempo como sucede con los objetos de las ciencias sociales (AUGÉ. M. 2008). Los profesionales de la salud también deben hacer frente a nuevas patologías. Las enfermedades también tienen historia social y cambian con el tiempo, pero no podría decirse que las “nuevas patologías” reemplazan radicalmente a las antiguas en el trabajo cotidiano de la mayoría de los médicos. Estos, ocupan la mayor parte de su tiempo en resolver problemas conocidos (por ejemplo, enfermedades infecciosas, gastrointestinales, cardiológicas, etc.) con diagnósticos y terapias más o menos novedosas. Los que evolucionan son los recursos tecnológicos disponibles para atacar viejas y nuevas enfermedades, pero el ritmo de cambio en los problemas no es tan acelerado y radical como en el caso de la educación . Esta es quizás una de las razones por las cuales en el campo de la pedagogía es tan difícil acumular conocimientos. De hecho, ha sido señalado en reiteradas oportunidades (OCDE 2000) que una de las características particulares del sistema escolar (en comparación con otros sistemas de prestación de bienes y servicios) el conocimiento científico tecnológico utilizado por los prestadores del servicio tiene un estatuto incierto y con una baja estructuración. Cada vez en mayor medida el docente tiende a ser una especie de “improvisador obligado”, un artesano que fabrica las herramientas al mismo tiempo que las va necesitando. En el campo de la enseñanza, el equilibrio entre conocimientos prácticos y formalizados se desplaza sin cesar hacia el segundo término de la relación.

El trabajo en la escuela, tanto el de los alumnos como el de los profesores no es un trabajo cualquiera. Ambas partes en esta configuración social no sólo emplean y aplican destrezas en forma mecánica sino que “invierten” casi todas las características de su personalidad en la relación pedagógica.. Por lo tanto el docente no realiza un trabajo abstracto, no vende su fuerza de trabajo como energía genérica. Los objetivos que persiguen docentes y estudiantes tienen que ver con el aprendizaje Casi podría decirse, en términos marxistas clásicos, que el trabajo del docente es cada vez más un trabajo “concreto”. ¿Qué quiere decir, entre otras cosas trabajo “concreto”? Quiere decir que el que lo hace tiene que poner en él algo más que su energía y capacidades técnicas. Enseñar bien no consiste simplemente en aplicar mecánicamente métodos y procedimientos codificados. Entre otras cosas, para enseñar y aprender efectivamente, alumnos y maestros necesitan motivación y compromiso. En otras palabras, los agentes del aprendizaje deben encontrar un sentido en lo que hacen, para hacerlo bien. Como dice expresivamente Dubet “no se puede aprender matemáticas de la misma manera en que se aprietan bulones en una cadena de montaje” (DUBET F. 2007, pag. 53). Lo mismo podría decirse de la enseñanza de las matemáticas. La pregunta es cómo se logra esta motivación, sentido o interés en lo que se hace. Los agentes de la relación pedagógica necesitan “comprometer” sus emociones y sentimientos, además de su inteligencia en la enseñanza/aprendizaje.

Vocación, profesión y trabajo

La docencia, como categoría social, tiene la edad del Estado nacional y el sistema escolar moderno. El maestro es una construcción social estatal. Desde un punto de vista histórico, fueron varias las tensiones que presidieron las luchas inaugurales por la definición social del maestro. En muchos países occidentales esas luchas se desplegaron en diversas oposiciones. Pero una de ellas ocupó un lugar estratégico en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. Unos estaban convencidos de que la enseñanza era una actividad fuertemente vocacional, mientras que otros ponían el énfasis en la idea de profesión (TENTI FANFANI E. 1999).

La vocación tenía tres componentes básicos. El primero era el innatismo. La docencia era una respuesta a un llamado, no el resultado de una elección racional. Desde esta perspectiva “maestro se nace” y el dominio de ciertos conocimientos básicos (contenidos, métodos, etc.) solamente complementaba o canalizaba una especie de destino. Esta idea de vocación era una especie de secularización de la vieja idea sagrada de la vocación sacerdotal, entendida como una misión que se realiza por imperio de una determinación superior. Era Dios quien “llamaba” a cada hombre a cumplir una función social determinada. Y ciertas actividades, por su importancia estratégica, eran más vocacionales que otras. El sacerdocio es la figura arquetípica de la vocación que tiñe luego a otros oficios secularizados, entre ellos el oficio de maestro.

El segundo componente de la vocación como “tipo ideal” es el desinterés o la gratuidad. Una actividad que se define como eminentemente vocacional tiene un sentido en sí misma y no puede ser sometida a una racionalidad instrumental. Desde este punto de vista el docente vocacional hace lo que tiene que hacer (educar, enseñar, etc.) sin exigir contraprestación alguna. Esta, en todo caso, es un medio para cumplir con una finalidad que trasciende el cálculo y el interés individual del docente. Por lo tanto la vocación rima con la entrega, la generosidad y llegado el caso el sacrificio. El docente tiene que cumplir con su misión y por lo tanto no la puede condicionar a la obtención de un beneficio (el salario, el prestigio, el bienestar, etc.).

La idea de misión y el desinterés otorgan una dignidad particular al oficio de enseñar. Pero es una dignidad que viene por añadidura, es decir, que no puede ser el resultado de una intencionalidad o de una estrategia del que lo desempeña.

La idea de profesión tiene otro contenido. Una profesión es el resultado de una elección racional, es decir, de un cálculo consciente y no una respuesta a un llamado (o a una determinación psicológica o social ). El profesional se caracteriza por la posesión de una serie de conocimientos

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