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stefanie722 de Octubre de 2014
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ETICA, PROFESIÓN Y VIRTUD
Antes de nada, deseo agradecer al responsable de este Grupo de Estudios Jurídicos, don José Antonio Díez, la amable invitación que me ha dirigido para pronunciar, por segundo año consecutivo, la primera de las intervenciones en este ciclo de conferencias sobre Deontología Jurídica.
El tema que me ha propuesto en esta ocasión incluye tres términos -Ética, Profesión, Virtud- que para muchos resultan inconciliables, no sólo en la práctica sino también conceptualmente. Señalaré siquiera algunas vías de análisis sobre la cuestión, indicando ya desde ahora que, al igual que todos Vdes., Magistrados, Jueces, Fiscales, Abogados..., aquí presentes, soy un oteador de la verdad. No ofrezco, pues, más que apuntes de lo que podríamos definir estudios y reflexiones personales de los últimos años sobre las cuestiones enunciadas. Agradeceré muy de veras las precisiones que tengan a bien realizarme, pues en esta permanente búsqueda, tan propia del hombre, la aportación de cada uno es relevante para los demás.
Una puntualización. Estas conferencias van dirigidas esencialmente a juristas. Sin embargo, voy a autoconcederme la licencia de hablar desde una perspectiva algo más amplia, pues considero que una apertura a otras realidades no estrictamente legales puede contribuir a comprender mejor la inmensa profundidad antropológica de los tres términos que dan título a esta intervención.
Definición de términos:
Ética. Como es bien sabido, este vocablo procede del griego êthos (o, según Aristóteles, también éthos): carácter, hábito, costumbre... Pero además puede decirse que es el lugar en el que se habita y el modo de vivir en ese ámbito, valorada la persona de forma global, en todos sus sentidos, no fragmentariamente.
A semejanza de como Aristóteles explica en la Metafísica que el ser se dice de muchas maneras, también el estar se dice de muchas maneras. Una persona puede estar moribunda o pletórica de salud; es posible estar trabajando o en paro. Un modo de estar es precisamente no estar, y entonces se percibe especialmente qué persona contribuye y quién no a la convivencia, porque es en la ausencia -en su no estar- cuando destaca de manera muy particular la figura del líder, es decir, de quien tiene algo que decir, que aportar...
Pues bien, el estar del que hablamos ahora, es decir, el estar del ethos, hace referencia, al estar en plenitud, al estar feliz, que acaba por confundirse con el ser feliz. La ética apunta en muy buena medida a ese arte de la vida que, adecuadamente ejercida, proporciona las condiciones de posibilidad de una existencia honorable, de una biografía dichosa.
El segundo término, profesión, señala al lugar en el que se vive desde el punto de vista laboral: es ahí donde la mayor parte de las personas obtienen el sustento preciso para sí mismos y para sus familias, y es donde, con una consideración más profunda y acertada, los hombres pueden llegar a convertirse en co-laboradores con el Creador, laborando-con Él en sus planes sobre el mundo, participando en la administración de la realidad, no como accionistas -no nos ha sido dado el planeta en propiedad- sino como gerentes. De algún modo, el Creador ha dejado incompleta la creación, contando con que el hombre la vaya consumando, a la vez que se perfecciona a sí mismo.
Llegamos al tercer elemento constitutivo del título: la virtud. Este término apunta a los hábitos, es decir, a la facilidad mayor o menor que una persona puede alcanzar para realizar un determinado acto, a base de haberlo ejercido en muchas ocasiones previas. Es un lugar común recordar que si esos hábitos operativos se encuentran orientados al bien son denominados virtudes y si lo están hacia el mal quedan calificados como vicios. Los hábitos componen -según Aristóteles- una segunda naturaleza, que nos facilita o nos dificulta el camino de la vida en plenitud.
Otros autores -Spinoza, Ortega y Gasset, etc.- se refieren a este mismo tema, afirmando que el hombre es causa sui. Sin duda, no desde un punto de vista ontológico, pero sí operativamente. No ontológicamente, insisto, ya que la persona no puede darse el ser a sí misma, porque lo más no procede de lo menos, y por tanto del no-ser-persona no procede el serlo, por mucho que se acuda a la casualidad (aunque se recurra al expediente de períodos inmensamente largos de tiempo). Por el contrario, repito, el hombre, de algún modo, sí puede hacerse a sí mismo operativamente.
De hecho, hoy somos, en buena medida, lo que ayer quisimos ser. Mañana seremos en cierto modo lo que hoy estemos procurando. Los hábitos van encuadrando nuestro camino y aunque no actúan de un modo determinista, sí hacen más fácil o más difícil la marcha hacia adelante. Sucede así que determinados hábitos, como la pereza o la diligencia, marcan la capacidad de enfrentarse o no a los sucesivos retos que la existencia va planteando. Cervantes resume lúcidamente esta realidad en los comienzos de El Quijote: somos hijos de nuestras obras.
Parafraseando al pensador polaco Tadeusz Styczen, realizarse o no realizarse depende de cada uno. Con las sucesivas decisiones, cada persona va aprovechando o no las sucesivas oportunidades de autorrealización. Literalmente afirma: de ti mismo-dependes, a ti mismo-te sitúas, a ti mismo-te dominas, a ti mismo-te posees (...). Nadie te robará a ti mismo, pero tú mismo puedes robarte.
Triste resulta que uno se birle a sí mismo las posibilidades de autorrealización. Desafortunadamente, por falta de formación, de esfuerzo, o de atención al verdadero sentido de la realidad..., demasiadas veces sucede.
La búsqueda de la felicidad
Hay, al menos, una realidad en la que las personas de todos los tiempos y de cualquier latitud estamos esencialmente de acuerdo: anhelamos la felicidad. La pretendemos de forma más o menos explícita, en manera más o menos ansiosa, pero siempre la perseguimos, tanto en lo profesional, como en lo familiar y, principalmente, en lo vital: la necesitamos en el acontecer diario. Aunque alguien obtenga todo -dinero, reconocimiento público, éxitos profesionales, aplauso por la labor intelectual y/o artística, etc.-, si no alcanza la felicidad, nada tiene.
De la armónica composición de nuestra vida física, profesional y familiar, surgirá, como de una fuente, la felicidad. Dicho de otro modo, la felicidad es, en cierta medida, llevarse bien con los otros, con el mundo y con nosotros mismos. De esas tres relaciones, probablemente es la tercera la más ardua. Por eso, cuando se logra, las otras dos brotan sin particulares dificultades. Quien se acepta a sí mismo, no espera más de lo que es razonable anhelar, ni columbra expectativas desproporcionadas: su ilusión no se ve defraudada porque procura apuntar a realidades que no escamotean las promesas realizadas.
Para el hombre, la verdadera felicidad -y también la felicidad verdadera- no es un bien dado, sino una meta que se presenta a la vez como dificultosa y deseable. En ocasiones parece acercarse; otras, se difumina en medio de las nieblas de la dificultad. Es, en cualquier caso, reto que se plantea necesariamente, y ha de procurarse alcanzarla con iniciativa y sabiduría siempre renovadas. Tiene mucho más que ver con una permanente conquista de cierto sabor pacífico que con un fruto plenamente poseído. Felicidad es tarea y también, de algún modo, el don que surge de ese esfuerzo. La felicidad es una especie de respuesta semejante a la que recibe el amado de su amada, que no se impone, sino que se espera. Por eso, nunca da resultado la búsqueda en directo de la felicidad, pues si así se pretende, la persona acaba cargándose de un fardo de egoísmo que dificulta -o más bien impide- el mismo objetivo al que se aspira. Dicho de otro modo, el cumplimiento de normas y obligaciones -incluidas las morales- es condición necesaria, pero no suficiente, en la búsqueda de la felicidad.
La felicidad poco o nada tiene que ver con la mera posesión de bienes o de reconocimiento externo, y tampoco con su contrario. Afirmar que la felicidad está en la pobreza material, supondría olvidar que las posesiones, en sentido estricto, son buenas: por eso son denominadas bienes. Tampoco procede del pasar totalmente inadvertido, porque una persona no llega a ser plenamente persona hasta que no se establece un reconocimiento dialógico, en el que alguien reconoce y explicita la bondad de la existencia del otro.
Pero no se encuentra la felicidad en la acumulación de propiedades, como la experiencia sociológica muestra. Los reconocimientos externos no hacen tampoco saborear la plenitud en que la felicidad consiste, sea por su transitoriedad -antes de que los aplausos se apaguen, esas mismas personas están pensando ya en otras cosas...-, sea porque la gloria vana que provoca se encuentra muy alejada de esa situación de don, en apariencia inmerecido, en el que la felicidad consiste.
Algunos señalan que la felicidad es un imposible. Entonces, responde Julián Marías, deberíamos cambiar el referente del término felicidad para denominar algo que fuese alcanzable. En cierto modo, y en esto estoy totalmente de acuerdo con Leibniz, la felicidad es a las personas lo que la perfección es a los entes. Sin ella, falta algo esencial a la vida.
Por decirlo con palabras de Julián Marías, la felicidad es una realidad planeada: a eso precisamente corresponde la felicidad como imposible necesario. Nuestra vida consiste en el esfuerzo por lograr parcelas, islas de felicidad, anticipaciones de la felicidad plena. Y ese intento de buscar la felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su vez, es ya una forma de felicidad.
La felicidad,
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