DISCURSO FUNEBRE DE PERICLES
nena01025 de Abril de 2015
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En el mismo invierno los atenienses, siguiendo la costumbre tra-
dicional, hicieron las ceremonias fúnebres en honor de los que pri-
mero habían muerto en esta guerra, procediendo del modo siguiente:
Exponen durante tres días los huesos de los muertos, y cada uno lleva
al suyo la ofrenda que quiere; y cuando tiene lugar el entierro, diez
carros transportan las cajas, que son de ciprés, cada una de una tribu
(las diez tribus de Clístenes); los huesos de cada uno de los muertos
están en la caja de la tribu a que pertenece. Además, se lleva un fére-
tro vacío y cubierto en honor de los desaparecidos que no hayan sido
hallados y recogidos. Acompañan al entierro los que lo desean de los
ciudadanos y extranjeros, y las mujeres de la familia se hallan junto
a la tumba llorando. Los entierran en el sepulcro público, que está en
el más hermoso barrio de la ciudad (el Cerámico), donde siempre en-
tierran a los que mueren en la guerra, excepto a los de Maratón, pues
considerando excepcional su valor, los enterraron en el mismo campo
de batalla. Y una vez que los cubren de tierra, un ciudadano elegido
por la ciudad, pronuncia en su honor el elogio apropiado; y después
de esto, se retiran. Así llevan a cabo el entierro; y a lo largo de toda la
guerra, cuando se presentaba la ocasión, seguían esta costumbre. En
honor de estos primeros muertos fue elegido para hablar Pericles, el
hijo de Jantipo, y una vez que llegó el momento oportuno, avanzando
desde el sepulcro a la tribuna que se había hecho muy elevada para
que pudiera ser oído por la multitud a la mayor distancia posible, ha-
bló así:
35. “La mayoría de los que han pronunciado discursos en este
lugar elogian al que añadió́ a la costumbre tradicional esta oración fú-
nebre, por ser hermoso que fuera pronunciada en honor de los solda-
dos muertos en la guerra que reciben sepultura. A mí, en cambio, me
parecería suficiente que ya que han sido de hecho unos valientes, les
honráramos también de hecho, de la manera que veis ahora mismo en
esta ceremonia fúnebre celebrada públicamente; y que la aceptación
del heroísmo de muchos no dependiera peligrosamente de un solo
hombre, que puede hablar bien o menos bien. Pues es difícil expresar-
se con justeza en circunstancias en que la creencia en la verdad queda
apenas asegurada. Y es que el oyente que ha sido testigo de los hechos
y lleva buena voluntad, quizá crea que aquel heroísmo es expuesto
como inferior a lo que quiere y sabe, mientras que el que los desco-
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noce puede creer por envidia, al oír algo superior a su natural, que se
exagera. Porque los elogios de otro son soportables en la medida en
que cada uno cree que es capaz de hacer algo de lo que oyó́; pero los
hombres, por envidia de lo que está por encima de ellos, no lo creen.
Mas ya que los antiguos juzgaron que este discurso era oportuno, es
preciso cumplir la ley e intentar satisfacer en todo lo posible el deseo
y la expectación de cada cual.
36. Comenzaré por nuestros antepasados, pues es justo y hermo-
so al mismo tiempo que en esta ocasión se les ofrezca el honor del
recuerdo. Porque fueron ellos quienes, habitando siempre este país
hasta hoy día mediante la sucesión de las generaciones, nos lo en-
tregaron libre gracias a su valor. Son merecedores de encomio y aun
mas lo son nuestros padres, puesto que se adueñaron, no sin trabajo,
del imperio que tenemos, a más de lo que habían heredado, y nos lo
dejaron a nosotros los hombres de hoy juntamente con aquello. Y el
imperio, en su mayor parte, lo hemos engrandecido nosotros mismos,
los que vivimos todavía, y sobre todo los de edad madura; y hemos
hecho la ciudad muy poderosa en la guerra y en la paz en todos los
aspectos. Mas de entre estas cosas dejaré a un lado las empresas gue-
rreras con que adquirimos cada una de nuestras posesiones e igual-
mente el que hayamos rechazado valerosamente a enemigos bárba-
ros y griegos, pues no quiero extenderme sobre ello ante gentes que
ya lo conocen; y mostraré en cambio, lo primero, la política mediante
la cual llegamos a adquirirlas, y el sistema de gobierno y la manera de
ser por los cuales crecieron, y pasaré después al elogio de nuestros
muertos, pues creo que en la ocasión presente no es inadecuado que
estas cosas sean expuestas, y es conveniente que todo este concurso
de ciudadanos y extranjeros las escuche.
37. Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de
otras ciudades, sino que más bien somos ejemplo para otros que imi-
tadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender el
gobierno de pocos, sino de un número mayor; de acuerdo con nues-
tras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las
disensiones privadas, mientras que según el renombre que cada uno,
a juicio de la estimación publica, tiene en algún respecto, es honrado
en la cosa pública; y no tanto por la clase social a que pertenece como
por su mérito, ni tampoco, en caso de pobreza, si uno puede hacer
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148 Anexo documental
cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su
fama. Y nos regimos liberalmente no solo en lo relativo a los negocios
públicos, sino también en lo que se refiere a las sospechas recíprocas
sobre la vida diaria, no tomando a mal al prójimo que obre según su
gusto, ni poniendo rostros llenos de reproche, que no son un castigo,
pero sí penosos de ver. Y al tiempo que no nos estorbamos en las rela-
ciones privadas, no infringimos la ley en los asunto públicos, más que
nada por un temor respetuoso, ya que obedecemos a los que en cada
ocasión desempeñan las magistraturas y a las leyes, y de entre ellas,
sobre todo a las que están legisladas en beneficio de los que sufren
la injusticia, y a las que por su calidad de leyes no escritas, traen una
vergüenza manifiesta al que las incumple. Y además nos hemos pro-
curado muchos recreos del espíritu, pues tenemos juegos y sacrificios
anuales y hermosas casas particulares, cosas cuyo disfrute diario ale-
ja las preocupaciones; y a causa del gran número de habitantes de la
ciudad, entran en ella las riquezas de toda la tierra, y así́ sucede que
la utilidad que obtenemos de los bienes que se producen en nuestro
país no es menos real de la que obtenemos de los demás pueblos.
39. En lo relativo a la guerra diferimos de nuestros enemigos en
lo siguiente: tenemos la ciudad abierta a todos y nunca impedimos a
nadie, expulsando a los extranjeros, que la visite o contemple a no ser
tratándose de alguna cosa secreta de que pudiera sacar provecho el
enemigo al verla, pues confiamos no tanto en los preparativos y es-
tratagemas como en el vigor de alma en la acción; y en lo referente a
la educación, hay quienes desde niños buscan el valor con un fatigoso
entrenamiento, mientras que nosotros, aunque vivimos plácidamen-
te, no por eso nos lanzamos menos a aquellos peligros que estén en
relación con nuestra fuerza. He aquí́ una prueba: Los lacedemonios
no organizan expediciones por si solos contra nuestro territorio, sino
en unión de todos sus aliados, mientras que nosotros, cuando avan-
zamos contra otros las más de las veces los vencemos con facilidad
en la batalla, aunque son gentes que se defienden luchando por sus
bienes; y con nuestras fuerzas reunidas jamás ha entablado comba-
te ningún enemigo, a causa tanto de la importancia que damos a la.
marina, como de que algunos de los nuestros son enviados con varias
finalidades a diversos puntos del imperio; pero si nuestros enemigos
luchan en algún sitio con una parte de nuestras fuerzas, en caso de
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victoria sobre algunos de nosotros, se jactan de que todos hemos sido
rechazados, y en el de derrota, de que han sido vencidos por la totali-
dad. Y a pesar de todo, si queremos correr peligros con tranquilidad
de espíritu y no con el ejercicio de trabajos penosos, y no con leyes,
sino con costumbres de valentía, queda a nuestro favor que no sufri-
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